Managua, la capital nicaragüense en el ojo del huracán
Las noticias llevan a ciudades de ecos prehispánicos donde la muerte se sigue abriendo paso entre las barricadas con la fuerza de paramilitares, policías y fanatismo
Managua/(EFE).- Aterrizar en Managua estos días es lo más parecido a hacerlo en pleno ojo de un huracán; las calles han cobrado de nuevo vida, los vendedores buscan clientes, los vehículos circulan en su monótono rodar y los nicaragüenses caminan a sus rutinas en una calma tensa, la que denota que se acerca el ciclón.
Apenas encender la radio devuelve a la realidad al improbable visitante: las noticias llevan a ciudades de ecos prehispánicos donde la muerte se sigue abriendo paso entre las barricadas con la fuerza de paramilitares, policías y fanatismo.
Levantar la mirada más allá de la esquina de las principales avenidas supone posar la atención en unas figuras que se antojan siniestras: la de agentes fuertemente armados y encapuchados.
En la mayoría de las ocasiones, los agentes parecen más preparados para la guerra que para la seguridad. No transmiten confianza
En la mayoría de las ocasiones, parecen más preparados para la guerra que para la seguridad. No transmiten confianza.
Imperturbables, impasible el ademán, miran al frente y dividen un territorio que comienza a tomar forma en la mente del recién llegado a una ciudad que desde el pasado 18 de abril se adentró en el caos con escasos paréntesis de calma.
Desde entonces, al menos 310 personas han muerto en una crisis sociopolítica de magnitud difícil de concebir en un país de apenas 6,2 millones de personas.
La respuesta gubernamental a las manifestaciones ha llevado al país a una espiral de violencia en la que el ojo del huracán es angosto y la tormenta que se avecina implacable.
También comienzan a retomar en la mente del inesperado visitante palabras de un nuevo vocabulario esencial para manejarse en la capital nicaragüense.
Son los "chavalos" que "autoconvocados" protestan en sus improvisados "tranques" con los que impiden el paso por algunos recovecos de la ciudad y se enfrentan a "la ley de grupos armados paramilitares y de choque" que defienden al presidente Daniel Ortega.
Las arengas de Murillo toman forma de discurso cívico-religioso, rebotan en quienes quieren su salida del poder y toman eco de insultos de todo pelaje contra Chayo
Ese apellido va indisolublemente unido al de su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, cuyas palabras mesiánicas, histriónicas, más de predicadora que de política, resuenan en los oídos de los nicaragüenses.
Mientras sus arengas toman forma de discurso cívico-religioso, rebotan en quienes quieren su salida del poder y toman eco de insultos de todo pelaje contra Chayo, como la conocen popularmente antes de ponerle algún apellido del que no gustará.
El rencor que levanta entre los opositores, muchos de ellos nietos del sandinismo que encumbró a su marido al poder, se observa en el odio con que se ensañan contra los "Chayopalos", unos presuntos "árboles de la vida" que salpican la capital nicaragüense con un fin místico que apenas se acaba de comprender.
El paisaje de las gigantescas estructuras de metal con su tronco quemado tiene también su propia banda sonora, la de las explosiones de artefactos artesanales.
Es la forma de los manifestantes de decir "aquí seguimos" o como reiteran las pintadas por toda la ciudad: "aquí no se rinde nadie". Premonición de que el vendaval está cerca y volverá a tomar forma violenta. Todo ello se ha transformado en rutina para muchos ciudadanos que intentan seguir su vida.
Los reportes de guerra que llegan de rincones como Masaya, Matagalpa, Masatepe o Estelí se entrelazan con anuncios de café o de préstamos que se antojan abusivos
Los reportes de guerra que llegan de rincones como Masaya, Matagalpa, Masatepe o Estelí se entrelazan con anuncios de café o de préstamos que se antojan abusivos. Las explosiones apenas perturban la calma de quien espera el autobús, apresurado para que la noche no le atrape en la calle.
En la corta protesta de la jornada en Managua, una joven se deja llevar por esa nueva rutina. Tras dejar las consignas, se quita el pañuelo que le cubre la cara, recoge la bandera y envía un mensaje por teléfono.
Acaso avisa a sus seres queridos de que es la hora de ir a casa, todo ha ido bien hoy, la sangre no ha llegado al río.
Es la nueva rutina de los capitalinos, los que viven en una paz impaciente que se antoja será corta.
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