De Monroe a Trump, la polémica está servida
EE UU
Ninguno de los líderes europeos parece dispuesto a reconocer su enorme responsabilidad detrás de las causas del declive del viejo continente
San Salvador/Durante la administración de James Monroe, el quinto presidente de Estados Unidos (1817-1825), quien era su secretario de Estado y le sucedería después en el cargo, John Quincy Adams, elaboró una doctrina sobre política exterior que se conoce hoy por el apellido del primero y suele sintetizarse en una frase lapidaria: “América para los americanos”.
Esta postura del Gobierno estadounidense tenía su origen en el temor a que las monarquías europeas buscaran intervenir en el nuevo continente con actitud colonialista, algo que parecía factible tras la restauración de algunos reinados y la conformación de la Santa Alianza luego de la caída de Napoleón Bonaparte. Norteamérica, por su parte, se comprometía a la no intervención en los asuntos europeos.
Mandatarios posteriores, como James Polk y Ulysses Grant, establecieron añadidos (hoy llamados “corolarios”) al postulado original de Monroe: Polk con el propósito de anexar el territorio de Texas a EE UU y Grant con la intención de apropiarse de República Dominicana. Sin embargo, el “corolario” más famoso y controversial de todos había sido, hasta este año, el impulsado por Theodore Roosevelt en 1904, conocido como “El gran garrote” (The Big Stick) porque mezclaba la habilidad diplomática con la fuerza militar para conseguir los objetivos estadounidenses en el escenario internacional.
Aprovechando el 250 aniversario de la Doctrina Monroe, el presidente Trump ha querido establecer su propio “corolario”, pero esta vez despojándole de las ambigüedades que solían tener este tipo de añadidos en la Estrategia de Seguridad Nacional. Sin ningún rodeo, el actual inquilino de la Casa Blanca interpreta el postulado de Monroe como “una política audaz que rechazaba la injerencia de naciones lejanas y afirmaba con confianza el liderazgo de Estados Unidos en el hemisferio occidental”.
En el 250 aniversario de la Doctrina Monroe, el presidente Trump ha querido establecer su propio “corolario”
“Todas las naciones comprendieron”, afirma Trump a continuación, “que los Estados Unidos de América se estaban convirtiendo en una superpotencia sin precedentes en la historia del mundo, y que nada podría rivalizar jamás con la fuerza, la unidad y la determinación de un pueblo amante de la libertad”.
Esta aseveración es, además de oportunista, históricamente endeble. En 1823, cuando Monroe dio su famoso discurso, EE UU era apenas una fracción de lo que es hoy: solo 24 estados conformaban la joven nación y estaban todos confinados a la costa este de su territorio. Era muy difícil creer que aquello era el germen de una “superpotencia sin precedentes”. Incluso los países hispanoamericanos que acababan de independizarse no vieron ninguna amenaza en las palabras de Monroe. El propio Simón Bolívar, en 1824, declaró: “Estados Unidos e Inglaterra nos protegen”.
Los problemas vinieron mucho después, cuando las oscuridades de la doctrina se tradujeron a conveniencia de los gobernantes de turno, exactamente como está haciendo ahora Donald Trump. Las 33 páginas de su Estrategia de Seguridad anuncian una política exterior marcada por medidas esperables junto a otras más controversiales, incluyendo despliegues de poderío militar y apuestas comerciales que podrían afincarse más en intereses económicos que en valores democráticos.
“Negaremos a los competidores no hemisféricos la capacidad de posicionar fuerzas u otras capacidades amenazantes, o de poseer o controlar activos estratégicamente vitales, en nuestro hemisferio”, reza el documento, en una posible referencia a China, Rusia o Irán, pero desde luego también a las ramificaciones que estos “competidores no hemisféricos” puedan tener en América, tales como Cuba y Venezuela.
Diversos análisis geopolíticos consideran la actual estrategia de la Casa Blanca como un golpe artero a Europa
Más adelante, al hablar de una “política de reclutamiento”, la estrategia de Trump es bastante explícita: “Recompensaremos y alentaremos a los gobiernos, partidos políticos y movimientos de la región que se alineen en gran medida con nuestros principios”. Pero cuando se trata de entender cómo este apoyo podría funcionar, algunos principios básicos parecen no incluidos en el radar de Washington, que ha llegado al extremo de practicar ejecuciones extrajudiciales en el mar Caribe (con la excusa del combate a las drogas) y tuvo una injerencia inaceptable —e innecesaria— en las elecciones presidenciales de Honduras.
Diversos análisis geopolíticos consideran la actual estrategia de la Casa Blanca como un golpe artero a Europa, y en muchos sentidos lo es. El dilema es que ninguno de los líderes europeos parece dispuesto a reconocer su enorme responsabilidad detrás de las causas del declive del viejo continente, a saber: pérdida de competitividad, excesos regulatorios, poderes burocráticos supranacionales, gobiernos débiles, invierno poblacional, descontrol migratorio y censuras al debate abierto de ciertas ideas.
Trump, por su parte, tampoco parece dispuesto a entender todo lo que se juega en la guerra entre Rusia y Ucrania. Sus guiños a Vladimir Putin, puestos ahora en blanco y negro, demuestran la alineación de intereses que ya se entreveía en los recientes encuentros entre ambos mandatarios. Europa tendrá que realizar un duro ejercicio de revisión, autocorrección y pragmatismo para revertir, aunque sea parcialmente, la realidad de un mundo sin la protección de su mayor aliado histórico.
Solo el futuro dirá hasta dónde el “corolario Trump” tiene el fuelle suficiente para prevalecer. Lo cierto es que se trata de un documento polémico al que no faltarán detractores, reviviendo muchos de los fantasmas que tanto daño han hecho a la imagen de Estados Unidos.