Mi alma en el cenicero

Fumar no es un vicio, pues el verdadero placer nunca lo es, sino una operación especial de la memoria

El profesor Aronnax (interpretado por Paul Lukas, a la izquierda) recibe el puro "de algas" que le ofrece el capitán Nemo (James Mason) en '20.000 leguas de viaje submarino', el filme de 1954. (Captura)
El profesor Aronnax (interpretado por Paul Lukas, a la izquierda) recibe el puro "de algas" que le ofrece el capitán Nemo (James Mason) en '20.000 leguas de viaje submarino', el filme de 1954. (Captura)
Xavier Carbonell

12 de marzo 2023 - 12:33

Salamanca/Se fuman puros sumergibles en el Nautilus. Se encienden habanos viajeros en el Consulado inglés de Ankara, donde James Mason –nombre clave: Cicerón– espía para los nazis. Se cortan y prenden tabacos jamaiquinos en Dr. Strangelove, de Kubrick, aunque el embajador soviético los prefiere cubanos, enrollados por Castro y sus commies en plena Crisis de los Misiles. Se fuma en los cinco continentes, sobre las montañas o bajo el agua, en sueños o por la tarde, en ayunas o después de almuerzo.

Fumar es un estado de gracia para el cubano –si es caballero– y para cualquiera que, por afición o herencia, haya asumido el rito. No es un vicio, pues el verdadero placer nunca lo es, sino una operación especial de la memoria, que implica usar el gusto, el olfato y la mirada para recordar mejor.

Los que mejor han escrito sobre el tabaco son los cubanos –aunque no desprecio a los ingleses–; los que paladean el humo con más deleite, los españoles y, en general, los europeos; los que han hecho del puro un símbolo de poder, de meditación, de soledad, de astucia, de placer fatuo, son los filmes americanos. Vuelvo al profesor Aronnax, que mira con curiosidad el puro verdoso que extrae el capitán Nemo de una caja plateada. Lo prende con un caracol-fosforera, degusta el humo –"delightful smoke, different somehow"– y pregunta lo que tiene que preguntar: "¿Habanos?". "No", responde el inventor del Nautilus: "Algas".

Yo no renuncio al credo de Lezama: primero la cena, luego "café, después los puros", rojas luciérnagas para enfrentar la noche y el tedio

Conozco tres libros que han dicho casi todo lo que había que decir sobre el tabaco. Para conocer su historia y su cultura, lo mejor es el Contrapunteo de Fernando Ortiz; para entender la técnica, la entrañable Biografía del tabaco habano, de Gaspar Jorge García Galló; y por último, si uno quiere fumar gozando o viendo películas con el infante difunto, Puro humo, de Guillermo Caín. A despecho de esos tres títulos, toda la literatura cubana –incluyendo esta fumable página– está salpicada de profesiones de fe en el habano.

Yo no renuncio al credo de Lezama: primero la cena, luego "café, después los puros", rojas luciérnagas para enfrentar la noche y el tedio. Aunque el maestro de Trocadero es tajante sobre los límites metafísicos de una fumada. Circunspecto, aclara en un poema: "Mi alma no está en un cenicero".

El fumador recibe numerosas advertencias sobre el vínculo del puro con la muerte. La primera de todas es el tabaco mismo. Cilindro de lujo, gastable en una hora o menos, cuando terminamos –él con nosotros, más que nosotros con él– la derrota es evidente. Un bulto de cenizas sobre el cristal, una belleza irrecuperable, tiempo que siempre es poco. No hay acumulación cuando se fuma, sólo pérdida, pues hasta el humo se escurre entre las manos hacia las vigas del techo.

Mueren los hombres y el tabaco se libra de toda sospecha. El único rencor que le guardo a la hierba –que sólo por eso merecería llamarse mala– es haber despachado al otro mundo, acortándole la vida y el pulmón, a Javier Marías. Destrozado por una neumonía, fumador compulsivo hasta la última hora de conciencia, la respiración del escritor fue la de un niño. Acabó por apagarse tranquilamente, como un cigarro.

Más años de vida me quita saber que en mi país, el Reino del Tabaco, donde la hoja brota olorosa y dorada, los habanos ya no están, como antes, al alcance de la mano

"Pues yo, por el contrario, creo que el puro tiene todo que ver con la vida", me dijo un amigo hace días, en una suerte de biblioteca-búnker donde quemábamos dos Montecristos. No le quitaré la razón ni se la daré. La ambivalencia de ese suicidio por suscripción que cometemos los fumadores, el placer con que nos asomamos al abismo, no tiene explicaciones ni nadie nos las ha pedido.

Más años de vida me quita saber que en mi país, el Reino del Tabaco, donde la hoja brota olorosa y dorada, los habanos ya no están, como antes, al alcance de la mano. Me fastidia que un placer modesto como la fuma, una cosa familiar y privada, se vuelva transacción política. Que la firma de un dictador barato afee el barniz de un humidor es como si el capitán Nemo le cobrara a Aronnax los puros que le ha ofrecido. Sin generosidad no hay placer en el tabaco.

Termino estas líneas sombrío: me quedan pocos puros en la reserva, y los canales de contrabando y piratería que sostengo con mi isla natal han sido nulos en los últimos meses. Hago inventario –dos cartuchos de capa caída, tres robustos, algún trabuco y mucha metralla, que no sirve ni para pipa– y cierro la caja como Nemo, resentido. Como no cuento con la artillería del Nautilus, no puedo dinamitar mi país. No me extraña que los mafiosos, los pistoleros a lo Clint Eastwood, los tipos ávidos y vengativos, los asesinos, los monjes, los novelistas y los corsarios, busquen siempre la anestesia de un tabaco.

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