En la gaveta

Colgados en las salas cubanas de antaño, los títulos universitarios tienen algo de ahorcamiento o disección

Los primeros graduados de la Universidad Central de Las Villas, portando sus togas y diplomas, en 1952. (UCLV)
Primeros graduados de la Universidad Central de Las Villas, portando togas y diplomas, en 1952. (UCLV)
Xavier Carbonell

10 de septiembre 2023 - 14:33

Salamanca/Nadie le cuenta a uno lo mucho que depende su oficio de la suerte, la casualidad o la trampa, más que de una vocación o un plan. A nadie le dicen que una cosa es lo que estudia –durante cuatro o cinco años, con puntualidad intermitente y propulsado por el café– y otra lo que acabará ejecutando, pocas veces con pasión y muchas con desgano, durante ese tramo que va de la universidad a la jubilación. Pocos dan con un primo benévolo o un tío filántropo, que se atreva a enunciar lo que los padres –víctimas ellos mismos de la estafa– disimulan: el título de licenciado o ingeniero, el rectángulo de papel alba que tantas salas decoró y tantas lágrimas hizo derramar y provocó incontables quemaduras de tercer grado en las pestañas, es solo un pobre e inservible talismán.

Ver un título universitario en la pared siempre me pareció una cosa macabra. Tenía algo de ahorcamiento o disección, como si lo único que nos permitieran conservar de nuestra juventud fuera ese remedo de pergamino con letras góticas.

El desajuste ha creado toda una fauna: historiadores mecánicos, camareros agrónomos, fotógrafos químicos, pedagogos masajistas, filólogos jineteros...

Creo –pero bastantes veces me he engañado– que mi generación no padece esa superstición. Cansados del culto al título, ninguno de mis amigos o conocidos lo va enseñando como trofeo ni adoctrina a sus hijos –si tiene– en esa curiosa religión. Pero claro, muy pocos entre nosotros desempeñan aquello para lo que, supuestamente, nos prepararon. El desajuste ha creado toda una fauna: historiadores mecánicos, camareros agrónomos, fotógrafos químicos, pedagogos masajistas, filólogos jineteros, monjas eléctricas y psiquiatras limpiapiscinas.

Si algo útil sacamos de la universidad, algún entrenamiento o manera de ver la vida, no se lo debemos al aula ni al currículo, sino a las conversaciones, la noche, los libros, las caminatas, el humo y otra vez al café.

Quizás siempre fue así. Quizás del desfase entre lo que uno quiso y lo que es depende la vida real y, todavía más, la subterránea o secreta. Pienso, sin ir más lejos, en los escritores que me gusta leer y en aquello que estudiaron. Javier Marías cursó filología inglesa y Ricardo Piglia historia, pero Ernesto Sabato era físico y Carpentier arquitecto. Lezama fue abogado y Eliseo Diego abandonó la carrera de derecho para estudiar pedagogía. Nunca he tenido muy claro qué estudió Borges o qué tanto aprendió Cabrera Infante –prófugo, como Severo Sarduy, de la medicina– en la Escuela de Periodismo. El caso clásico es Roberto Bolaño, que antes de que sus novelas le dieran por fin algún dinero fue –si le creemos– taxista, buhonero, estibador, campesino, lavaplatos y vigilante nocturno.

No es raro que para poder escribir –o bailar o tocar la trompeta como Gillespie, da lo mismo– tenga uno que encontrar una profesión alimenticia, que no por rutinaria tiene que ser detestable. Se trata al oficio con dulzura, no importa que dé malos ratos. Aunque, en verdad, uno quisiera siempre más tiempo y menos distracciones y deberes, el fin de la adultez y el retorno de la infancia, cuando la vida secreta era también la única, y tan simple como un combate de soldaditos.

Uno quisiera siempre más tiempo y menos distracciones y deberes, el fin de la adultez y el retorno de la infancia, cuando la vida secreta era también la única

La gravedad de la cuestión no golpea tanto la vida propia –a pesar de la frustración personal– como la de toda la nación. ¿Cómo podrá funcionar, de aquí a veinte o treinta años, un país que desbarató los planes de quienes querían ser traductores o cirujanos? ¿Quién va a ocupar una cátedra de latín cuando se mueran los pocos que aún saben leerlo? ¿De dónde saldrán los maestros de restauración, los pintores, los directores de orquesta, los ajedrecistas, los escritores? ¿Quién volverá del exilio para contarles a los que se quedaron que el mundo siguió avanzando, mientras la Isla se convertía en un basurero de diplomas y medallas, que siempre han estado mejor en el fondo del escaparate?

La verdad es que regresarán pocos. Los de mejor fe o los olvidadizos, los que vean alguna buena oportunidad o los muy nostálgicos. No sé si será mi caso, o si el retorno –con el que cualquier emigrado, por cínico que sea, sueña– vendrá poco a poco, como a quien le da miedo abrir una puerta o correr una cortina. No sé si, como hicimos sin dudarlo con el título, lo más prudente sea guardar el país en la gaveta.

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