Jubelás, Jubelós, Jubelum

Naufragios

El descrédito en que se ha sumido la masonería cubana es una miasma que costará trabajo limpiar: la institución está en coma

Recreación de una logia masónica en Salamanca según la imaginación del dictador Francisco Franco
Recreación de una logia masónica en Salamanca según la imaginación del dictador Francisco Franco / Ministerio de Cultura de España
Xavier Carbonell

21 de abril 2024 - 14:12

Salamanca/Los asesinos más célebres de la masonería llevan el pintoresco nombre de Jubelás, Jubelós y Jubelum. En una fábula que mucho tiene de western, los tres persiguen a Hiram Abif, el legendario arquitecto del templo de Salomón, para lograr una suerte de ascenso en el cuerpo de constructores. Abif no se toma bien el apuro y se niega. Lo embisten por separado. Jubelás le encaja una plomada en la sien, Jubelós lo ataca con un nivel y Jubelum da el golpe de gracia con un mazo. Por la mañana, Salomón nombra detectives, da con el cadáver y juzga a los criminales. Con la representación de esa leyenda en la logia los masones cierran el ciclo simbólico que va del aprendiz al maestro, pasando por el compañero. El mito se convierte en rito.

Con esos tres golpes –que no son los de Ignacio Cervantes al piano– la masonería dice todo lo que quiere decir sobre la traición y la discreción. Abif es terco en defensa propia: muere con las botas puestas antes que hablar de más, porque la supervivencia de su cofradía está en juego. Como toda fábula, la de los jubelones –así los llamaba con no poco relajo mi bisabuelo, masón de grado 33– tiene una moraleja: si la masonería se abre a los extraños, si entrega con facilidad sus secretos (no los simbólicos, que casi no existen, sino los administrativos), acabará por extinguirse o abaratarse.

Nunca olvidaré cómo los viejos masones de mi pueblo –mi casa estaba frente a la logia– se crispaban cada vez que venía una inspección del Registro de Asociaciones. La expresión “abrir los libros” era para ellos tan degradante como la de abrir las piernas. Era inconcebible que las cuentas y actas, de lectura prohibida para cualquier miembro de la logia, tuvieran que someterse a la mirada atenta de los funcionarios. Jubelás, Jubelós y Jubelum, rufianes metafóricos, adquirían cuerpo y solidez cuando aparecían esos tipos grises, con camisa a cuadros, portafolio y bifocales.

La comedia de enredos en que la masonería se ha sumergido desde enero evidencia que ni siquiera una institución de ese calibre logra sobreponerse al ridículo

La comedia de enredos en que la masonería cubana se ha sumergido desde enero evidencia que ni siquiera una institución de ese calibre, que ha sobrevivido a todo –guerras, dictaduras, chivatos–, logra sobreponerse al ridículo. Que las logias cubanas están infiltradas hasta la médula lo saben hasta los jubelones. El régimen intentó destruirla desde fuera y no pudo. Lleva décadas metiendo espías desde la base, espías aprendices, espías compañeros, espías maestros. No solo en La Habana –no hay mejor evidencia que Mario Urquía Carreño o José Manuel Collera Vento– sino en templos de menor envergadura, en poblados y ciudades de provincia.

Desde hace décadas la Seguridad del Estado nutre las filas de la masonería. Es una especie de regalo para la fraternidad, que por fin ve en sus logias más de siete miembros –los indispensables para celebrar una tenida– y pretende enseñar a los agentes a ser “hombres libres y de buena voluntad”. Pero es que la masonería no es una Iglesia. No puede convertir a nadie ni hará de Hiram Abif o Salomón o Martí un redentor de comunistas descarriados. Los espías fueron a espiar, a hacer su trabajo, a camuflarse –o no, vi masones rondando la logia con uniforme del Ejército–, pero con un objetivo: recabar información, instalarse, morder las fibras de la institución. El espía comparte la vocación del comején.

No se trata del golpe a la estructura, que puede sobrevivir, sino de lo que ha sembrado el escándalo incluso entre los masones viejos

La radionovela de Urquía Carreño, el robo de los 19.000 dólares en la Gran Logia, los golpes de efecto a lo Clint Eastwood –“iré a la logia a tomar posesión de mi oficina”– son solo un episodio, no el más profundo aunque sí el más grave, de una larga infiltración. Si los agentes cubanos no han tenido escrúpulos a la hora de ingresar a un convento o vestir una sotana –son ocho años o más los que se necesitan para ser cura–, ¿cómo no van a hacerse masones, odd fellows, rosacruces, teósofos, abakuás?

El descrédito en que se ha sumido la fraternidad es una miasma que costará trabajo limpiar. Se ha perdido a sí misma. No se trata del golpe a la estructura, que puede sobrevivir, sino de lo que ha sembrado el escándalo incluso entre los masones viejos. ¿En quién creer, a quién iniciar, a quién nombrar Gran Maestro, cómo recobrar la decencia ante los millones de masones que, desde fuera, asisten al desmoronamiento de una de las masonerías más antiguas de América?

La nueva directiva no logra sacarse de encima a Urquía Carreño y los mecanismos de autodefensa para resolver este tipo de crisis han fallado

La institución está en coma. La nueva directiva no logra sacarse de encima a Urquía Carreño, la Policía y el Ministerio de Justicia han intervenido, y los mecanismos de autodefensa para resolver este tipo de crisis han fallado. Más cauta, mirándose en ese espejo, la Iglesia católica se ha llamado a la razón. Con un Papa amigo de Raúl Castro y un nuncio decorativo, ¿qué más se puede hacer? Los pocos curas dispuestos a hacer de Cuba la nueva Nicaragua están aislados y no los miran con buenos ojos ni sus propios obispos. La capitulación se firmó en septiembre de 2023, cuando el secretario de la Conferencia Episcopal le regaló biblias a Castro, Esteban Lazo y Díaz-Canel. Desde entonces, aquí paz y en el cielo gloria.

Era indispensable, en un país monolítico y sin democracia como Cuba, que al menos esas instituciones permanecieran firmes y no perdieran el respeto de sus miembros. Incluso para los no creyentes, para los no iniciados, la masonería y las Iglesias eran un fuerte comanche. Representaban el mundo perdido. Representaban el recuerdo de la libertad en una sociedad opresiva y desleal. Jubelás, Jubelós, Jubelum. Hasta eso nos dejamos quitar.

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