Los muertos al rincón

Naufragios

Desconsuela que Paul Auster haya muerto esta semana y que solo un par de revistas cubanas le hayan dedicado un obituario

El célebre Poet’s Corner, el Rincón de los Poetas de la Abadía de Westminster, en Londres
El célebre Poet’s Corner, el Rincón de los Poetas de la Abadía de Westminster, en Londres / Rosa Pascual
Xavier Carbonell

05 de mayo 2024 - 15:15

Salamanca/Todo pensamiento se mide con los muertos, dice Calasso. En efecto, la vida –y no solo la del lector– a menudo depende más de la relación con voces ausentes que de familiares y amigos. No es raro, de hecho, que uno prefiera la compañía de extraños, y que su impronta sea más duradera y significativa que la de los parientes. Llevado al paroxismo, ese vínculo conduce a la invención de una suerte de santoral o martirologio, y a que uno lamente la muerte de un escritor y le duela no haber conocido a otro. Lo natural es que este calendario desentone con el regular, que a nadie guste ni conmueva, pero qué importa.

Desconsuela, por ejemplo, que Paul Auster haya muerto esta semana y que solo un par de revistas cubanas le hayan dedicado un obituario. Sin Auster, uno de los santos de mi devoción, a duras penas hubiera mantenido la cordura el desesperante otoño de 2021, el último que pasé en Cuba. Calor, apagón, ruidos. Y en medio de todo eso, la voz rencorosa de Mr. Vértigo: “La muerte vive dentro de ti, comiéndose tu inocencia y tu esperanza, y al final no queda más que la tierra, la solidez de la tierra, el eterno poder y triunfo de la tierra. Así fue como empezó mi iniciación”.

No es difícil entender por qué un texto sobre las ganas de emerger de la pobreza, sobre la fragilidad y la infancia, reconfortaba a un sujeto que leía en una azotea de Santa Clara. De Auster había conocido La trilogía de Nueva York en una quebradiza edición de Planeta. Llegó junto a Kundera, Rushdie, Marías y Piglia, lecturas que daban ganas de escribir. La escritora Siri Husvedt, esposa de Auster, explicó con tristeza que le hubiera gustado ser ella quien diera la noticia del fallecimiento. Los periódicos le “robaron la dignidad”, dijo, de contar esa muerte, que ocurrió en su biblioteca. “Estaba harto” del dolor y murió en “una habitación con libros en cada pared, desde el suelo hasta el techo, pero también altas ventanas que dejaban entrar la luz”. Quería irse contando un chiste.

La escritora Siri Husvedt, esposa de Auster, explicó con tristeza que le hubiera gustado ser ella quien diera la noticia del fallecimiento

En el mismo librero de Auster estaba Conrad. En agosto harán 100 años de su muerte y lo digo ahora para avisar a todas las revistas y periódicos, a los críticos y lectores, y a quien pueda interesar. En España –un paraíso para cualquier lector, sin la menor duda–, donde Conrad forma parte de la educación sentimental de varias generaciones, ya le han dedicado suplementos especiales y reediciones. Su prosa, inquietante si se lee en el inglés original, pero no menos poderosa en las traducciones de Marías o Juan Gabriel Vázquez, siempre reconforta. También lo leí en verano, también lo leí agobiado. Cuando uno se ve forzado a abandonar constantemente su biblioteca, tiende a reconstruirla en cada lugar. Aquí, desde luego, enseguida compré un par de ediciones de El corazón de las tinieblas y El espejo del mar, el primer libro que leí en Salamanca, del cual copié una cita y la memoricé: “La rutina del barco es una medicina excelente para los corazones dolidos y también para las cabezas adoloridas; yo la he visto calmar –al menos durante algún tiempo– a los espíritus más turbulentos. Hay salud en ella, y paz, y satisfacción por la ronda cumplida”.

Todavía estamos a tiempo de celebrar el centenario de la muerte de Kafka, el gran protagonista literario de este año, y del que cada mes sacan ediciones más notables y completas como homenaje. De Kafka, cuyos cuentos releo con atención ahora, tenía en Cuba un ejemplar de 1964. La selección era de Ambrosio Fornet, si no recuerdo mal, la tipografía menuda y algunos dibujos del autor. Con los fragmentos y diarios de Kafka uno aprendía que la escritura era una disciplina, una forma de monacato (¿no quería Steiner ser un rabino laico?). Escribir en la caverna, pedía, y no ser molestado por nadie. Según Piglia, Kafka sólo pudo vivir una vez ese sueño de la escritura sin interrupción: cuando escribió de un tirón La condena.

Con los fragmentos y diarios de Kafka uno aprendía que la escritura era una disciplina, una forma de monacato

La lista de muertos recientes arrinconados en el olvido –o quizás, desde siempre, en la ignorancia– es más extensa. Javier Marías, Francisco Rico, Nuccio Ordine, Kenzaburo Oé, Martin Amis, Cormac McCarthy o Charles Simic. Todos murieron en los últimos años y, para mi país y su diáspora, en el mismo silencio. Atendidos por pocos, releídos por pocos, recordados por menos. A uno le gustaría más vida a su alrededor, que la memoria no fuera tan precaria, que a pesar de que uno deba abandonar o quemar la biblioteca, algo quede para el viaje.

Hace unos días, tras recibir una mala noticia –en el teléfono siempre se agazapa alguna–, una amiga me envió por casualidad fotos del célebre Poet’s Corner, el Rincón de los Poetas de la Abadía de Westminster. Bajo lápidas negras con letras blancas están enterrados –o se les rinde homenaje– casi todos los grandes escritores británicos. Chaucer, Milton y Shakespeare, Dickens, Shelley, Kipling y el doctor Johnson, Tennyson, Wilde, Blake, Jane Austen, las Brontë, Lord Byron y Lewis Carroll. Un país que cuida tanto su memoria no puede perderse nunca. Una biblioteca con esos y otros nombres, con Auster, Kafka, Conrad, es el “pequeño refugio” de la cultura del que hablaba Demócrito. Un rincón para los buenos muertos que, algún día, con suerte, también será nuestro rincón.

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