En la estación de trenes, todos somos luchadores

En La Habana, los viajeros con destino a las provincias no dicen adiós desde el andén: libran a diario una batalla por la supervivencia

Estación Central de La Habana
Estación Central de La Habana. (14ymedio)
Lilianne Ruiz

04 de junio 2014 - 06:35

La Habana/Son las siete de la tarde en La Habana. El tren con destino a Guantánamo acaba de llegar a la Estación Central. "¡Vamos, el boletín en la mano!", grita la controladora de pasaje, mientras abre unos centímetros la reja que permite acceder al andén.

Los viajeros empujan, algunos con todo su equipaje mientras otros se cuelan y esperan que algún familiar les vaya alcanzando cajas y maletines a través de los barrotes. "Cuídense, yo los llamo en cuanto lleguen", dice una voz. Solo los viajeros pueden llegar hasta los vagones. Nadie se queja. Nunca han vivido la clásica escena de decir adiós desde el andén a alguien que parte en un tren.

La Estación Central de Ferrocarriles en La Habana es un imponente edificio construido en 1912. Los deteriorados techos están apuntalados por madera en las zonas de acceso al andén. A pesar del abandono, el edificio resiste e impresiona.

En el salón han dispuesto varias filas de asientos que no miran a ningún lugar. Parece una inmensa aula, pero sin maestro ni pizarra. No se ve el andén, solo la pared. Es una escenografía inerte, que no da sensación de movimiento ni ayuda a hacer amena la espera.

Hay solo 11 trenes semanales para cubrir la demanda. Para la zona oriental los de Guantánamo, Santiago de Cuba y Bayamo-Manzanillo. Parten cada tres días. Esos son los más grandes con 10 o 12 coches de 72 asientos cada uno. Para la ruta hacia el centro de la Isla están el de Sancti Spíritus y uno hacia Cienfuegos. Otro va a Pinar del Río y cinco más pequeños viajan a Güines y Los Palos, en Mayabeque.

Los viajeros que concurren a la Estación Central, uniformados en la pobreza, se ven obligados a improvisar. Se visten con lo que se pueda y arman su equipaje con lo que aparezca. Maletines, cubetas de plástico cerradas, cajas de cartón cubiertas de cinta adhesiva. ¿Qué llevan, qué traen?

Destaca la figura de oficiales del MININT en traje de campaña. Van armados. No se sabe si van a viajar o si están patrullando. Uno de ellos, sentado dos bancos a mi derecha, se empina una botella de vino casero. Trabaja en La Habana pero vive en Oriente. Sale de vacaciones aproximadamente cada cinco meses y regresa a ver a su familia. En las cajas dice llevar macarrones, paquetes de espaguetis y galletas, que le vendieron en la Unidad Militar antes de salir.

Transportar café molido desde el Oriente del país es un delito comparable a transportar carne de res

Tiene suerte de poder trasladar todo eso. Para el resto de la gente, mover mercancías resulta un problema. Transportar café molido desde el Oriente del país es un delito comparable a transportar carne de res. Está prohibido traer más de dos kilogramos de queso porque las autoridades suponen que ese es el límite del consumo familiar. Aunque los campesinos tengan permiso para vender la leche que producen sus vacas, está prohibido vender el queso.

Si no vendieran, ¿cómo sobrevivirían? "En Oriente no hay dinero", dice una mujer que espera llegar a Jiguaní al día siguiente. Cuando venía para La Habana el tren se rompió a las tres de la mañana en Ciego de Ávila y no se puso en marcha hasta veinticuatro horas después. Los pasajeros, hermanados por la adversidad bajaron del tren a conversar y compartieron el agua y la comida.

A pesar de la multa de 1.500 pesos cubanos, los vendedores pasan con pomos de agua helada para vender en el salón de espera. En el tren no hay ni agua. Mujeres con carteras manoseadas ofertan sorbetos, caramelos y pastillas de menta. Los puntos de venta del Estado ofertan bistec de cerdo y arroz congrí a 25 pesos en cajitas de cartón, o perros calientes por solo 10 pesos. Lo más barato es el pan con jamón a 3 pesos. El jamón es una lámina un poco menos fina que una hoja de afeitar y el pan no tiene color de pan sino de cemento blanco. El hambre ayuda a pasar por alto el mal aspecto de la comida. Una anciana muy arrugada mastica con apetito. Vive en Dos Ríos, donde murió José Martí, y es nieta de un mambí de la guerra del 95. Vino a La Habana a pasarse unos días con una nieta y se lleva de regreso una caja de malanga porque "por allá no se ve". La jaba con sus pertenencias fue alguna vez un saco para detergente. Su ropa luce desgastada, pero tan limpia como si la hubiera lavado y secado al sol.

Dos mujeres con uniforme de empleadas de la "Agencia de Seguridad y Protección" contemplan un sándwich envuelto en nylon sin decidirse a comérselo. Es la merienda que les da el Estado, su empleador. La mayoría lo vende para ganar 20 pesos. Les pregunto porque el andén está vedado y la reja entreabierta como si de un corral de animales se tratara. "Abordan el tren sin boleto, se hace así para controlar que la gente pague."

¿Por qué no quieran pagar? "Hay quien viaja solo con un pomo de agua y 5 pesos. Ay, mami, esto es muy duro", contesta una. No termina la frase y se ríe a carcajadas mientras se aleja.

“En La Habana la lucha es mejor que en Oriente", repiten todos

Los que venden y los que compran tienen un verbo en común: luchar. "En La Habana se lucha". "Aquí la lucha es mejor que en Oriente", repiten todos. Vienen a la capital porque estiman que se pagan mejores salarios. Hacen trabajos de albañilería, o en la agricultura con productores particulares, que pagan cincuenta pesos diarios.

Una joven madre amamanta a su bebé de cuatro meses. Se lleva una carga con detergente, jabón, pasta dental y confituras para niños. "Oriente está duro. Peor que la Habana", dice. Vino de Guantánamo con una caja de mangos y de guayabas para su familia en la capital: "Allá las frutas son más dulces y más baratas", asegura.

Una mujer deambula vendiendo chancletas de plástico. Explica que resulta un buen negocio comprarlas en "La Cuevita" y revenderlas por un poco más a los viajeros de la estación. "Todos somos luchadores" apunta y "esta es la lucha por la supervivencia", dice señalando la estación con un gesto amplio. "Vendemos lo que aparezca, hasta cajas de muertos. Está dura la vida".

La vendedora de chancletas cuenta que algunos parroquianos no tienen casa y pasan el día en la estación. Buscan en el basurero cualquier cosa que se pueda vender. "Se van para La Coubre, la terminal de reservaciones y lista de espera cerca de la Estación Central, a dormir sobre cartones que ponen en el suelo. Allí aprovechan y roban los maletines a los infelices que se van para el campo", revela.

El último tren ha salido para Sancti Spíritus a las 9 y 20 de la noche. Frente al televisor del salón de espera se amontonan hombres y mujeres que no parecen viajeros. No esperan nada. Cuando el tren ya se ha ido, los empleados y un policía se preparan para cerrar la terminal. Los echan de allí: "Arriba, tumbando que vamos a cerrar".

Todos se retiran obedientes, hasta el día siguiente, 6 y 30 de la mañana, en que todo vuelve a comenzar.

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