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El genio Jobs y mi primer Frankenstein

Yoani Sánchez

07 de octubre 2011 - 00:09

Para que aquel reguero de cables y circuitos despertara a la vida y se convirtiera en mi primera computadora, sólo me faltaba el pequeño extractor que empuja aire sobre el candente microprocesador. Pero cómo encontrarlo en aquella Habana de 1994, sumergida totalmente en las miserias del Período Especial. Sin el mecanismo de aspas y zumbido, el Frankenstein que llevaba medio año armando se calentaba demasiado y se apagaba repentinamente. Durante aquellos días, pensaba constantemente en Steve Jobs y en el garaje de sus padres adoptivos donde creó Appel Computer. Su genio inspirador me había hecho comprender que la innovación se disfruta más que el consumo tácito de algo inventado por otros. Pocos días después, una combinación de ventilador casero y disipadores de aluminio me permitirían escribir en WordPerfect 5.1 y crear un boletín universitario llamado Letra a Letra. A cientos de kilómetros de distancia de mi improvisado taller, recién había sido cerrada la división de hadware de NeXT y faltaban largos meses todavía para que Pixar lanzara el filme Toy Story.

A partir de ese momento, la evocación de Jobs me acompañó en todos los atrevimientos informáticos a los que la curiosidad y la necesidad me empujaron. Alrededor mío había mucha gente como el inquieto Steve; adolescentes ingeniosos que, carentes de un espacio –aunque fuera un garaje- y de la posibilidad legal de fundar una empresa, tomaron el camino de la emigración y se llevaron lejos de aquí su talento y sus ideas. A pesar de la estampida masiva, entre varios amigos nos mantuvimos aquí alimentando el culto a ese gurú de suéter negro y jeans desteñidos. Añorábamos ser un poco como él: iluminados, avispados, comprendidos. Cuando la mediocridad de la censura tecnológica nos tocaba, nos proyectábamos en aquel niño adoptado que se había convertido en referencia mundial, en sus caprichos de genio y en los audífonos blancos que le tapaban los oídos. Probablemente, él no sabía que los cubanos necesitaríamos más de una década todavía para poder comprar legalmente un ordenador en una tienda.

Ayer, el alumno que nunca se graduó de la Universidad Reed Collage de Portland (Oregón) murió a los 56 años de edad. Nos dejó una manzana mordida pintada sobre un sinfín de artilugios tecnológicos y la duda de cuántos más hubiera podido crear si el cáncer de páncreas no se lo hubiera llevado tan temprano. A quienes nunca cruzamos una palabra con él, ni soportamos sus arranques de CEO, nos queda el mito, la edulcorada leyenda de su genialidad. Me consuela creer que mi risible Frankenstein -construido hace ya 18 años- se hubiera recalentado aún más sin ese aire fresco e inspirador que Steve Jobs emanaba sobre todos nosotros.

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