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El dedo verde

Franchipán Foto: Yoani Sánchez
Rubén Amador

26 de julio 2014 - 16:35

La Habana/El flamboyán de mi patio está florecido, los helechos se han multiplicado por varios canteros y los cactus viven un buen momento. Dice mi vecina que tengo “el dedo verde” y por eso se me dan bien las plantas. Pero en realidad no hay misterio. No es una condición especial en mis manos, sino mucho trabajo y cuidado para lograr que la orquídea se llene de flores y que el bambú lleve más de una década de permanente frescura. No hay magia, le digo y le repito a la señora, pero siempre termina diciéndome “sí, sí, explícame lo que tú quieras que yo sé que eso es cuestión de suerte, a algunos les toca y a otros no”. ¡Qué mujer más testaruda!

Mi primera planta la sembré a los nueve años. Era una malanga que mi madre trajo del mercado con un retoño que sobresalía. La puse en un viejo envase con tierra y un poco de agua. La estuve mirando por horas a ver si algo cambiaba. ¡Eso sí fue mágico! En pocos días tenía su primera hoja, de un verde tan intenso como nunca más he vuelto a ver. Después empecé a llenar mi vivienda con plantas de cinta, palitos chinos, un par de limoneros, oréganos, buganvilias, matas de tila y orejitas de ratón. Mis amigos llamaban a mi casa “la jungla” y yo descubrí que me encantaba vivir entre esas hojas, con sus olores y tonalidades.

Más que el dichoso dedo verde, lo que he tenido es la constancia de levantarme cada día a regar el jardín

Más que el dichoso dedo verde, lo que he tenido es la constancia de levantarme cada día a regar el jardín y trasplantar las plantas cuando ya sus canteros les van quedando pequeños. Sé a cuales les gusta el sol y también conozco a las que necesitan sombra para sentirse a gusto. Algunas llevan tanto tiempo en mi vida que son como parientes: las brujitas que brotan cada primavera alrededor del franchipán, los tréboles verdes y los morados, entre los cuales una vez la suerte me sonrió y me encontré uno de cuatro hojas. La lengua de vaca que parece desafiar los rigores del clima y crece y crece.

El trabajo no termina ahí, a veces ando como loco buscando abono orgánico para agregarles, porque sé que con el tiempo la tierra donde están sembradas mis plantas se va agotando de nutrientes. Si falta el agua en el barrio, tengo que cargar a cubos –no sólo para bañarme- sino para evitar que se sequen las más delicadas. Si el viento sopla muy fuerte debo entrar algunas y entonces la sala se convierte en una escenografía de Tarzán y yo en el centro con una silla rodeada de enredaderas y ramas. Los peores momentos son cuando llega un huracán y aunque las proteja con esmero siempre hay muchos daños. Así perdí a mi hiedra, que llevaba casi veinte años trepando por la pared de la casa.

También hay que sembrar, podar, combatir las plagas y recolectar algunas semillas para mantener el cultivo. Cada día de mi vida, al menos una hora tengo que dedicárselas a mis plantas. Para que después mi vecina venga a decir que tengo “el dedo verde” y todo parezca más cuestión de suerte que de dedicación.

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