7- Hasta Ciudad de México, un viaje de 17 horas, de pie en un ómnibus

Nos dieron los teléfonos de nuevo y pude hablar con la familia. Al otro lado, lloraban y se emocionaban, pero yo solo les decía: "Necesito descansar, déjenme descansar"

Tuvimos que hacer el viaje hasta Ciudad de México como animales. Entre nosotros había dos embarazadas. (El Sol de Cuernavaca)
Tuvimos que hacer el viaje hasta Ciudad de México como animales. Entre nosotros había dos embarazadas. (El Sol de Cuernavaca)
Alejandro Mena Ortiz

29 de abril 2022 - 14:42

Al tercer día en Villahermosa, en el estado de Tabasco, nos prepararon una bolsita con una merienda y nos explicaron que el viaje iba a ser un poco largo, en ómnibus, hasta Ciudad de México. Tendríamos por delante entre 15 y 24 horas de camino, dependiendo de los retenes que tuviéramos que pasar. En las bolsas llevábamos sándwiches, fruta, una bebida energética y agua, además de lo que compramos nosotros: galleticas, doritos, barras energéticas, chocolates, cosas así, para aguantar el hambre.

A eso de las 7, nos hicieron despedirnos de la familia y entregar los celulares apagados. Nos sacaron de la casa en varios vehículos, porque éramos unos 50, y nos llevaron a un lugar a las afueras de Villahermosa, en medio de un campo de hierba, donde nos pusieron contra una pared de concreto en una construcción abandonada. Había tres buses: los dos primeros iban repletos de personas que venían de otras bodegas y en el último teníamos que montar nosotros.

A la incertidumbre por estar incomunicados se agregaba la falta de amabilidad de los mexicanos. "¡Bájense, bájense! ¡Péguense a la pared, péguense más!", gritaban. Esto era porque si pasaba un dron nos podía ver. Según nos dijeron, las autoridades logran saber cuánta gente va en un vehículo por la cantidad de celulares que detectan encendidos, y por eso nos los quitaban.

Ahí estuvimos unos 15 o 20 minutos en total oscuridad, hasta que subieron al bus a las mujeres y los niños. Mientras los hombres esperábamos abajo, seguían llegando otros vehículos con más personas, hasta dos o tres carros, con 18 o 20 personas. Al final, en aquel ómnibus íbamos muchísimas personas. En asientos de dos, iban tres mujeres, sentadas (porque ellas tenían que ir sentadas) y los hombres íbamos sentados en el suelo, unos encajados en las piernas de los otros. A los 20 minutos, ya me dolía el trasero y pensaba: ¡cómo voy a aguantar 20 o 30 horas así!

De pronto, saltó la alarma porque estaba roto el aire acondicionado. Aunque trataron de arreglarlo, no podían, así que, después de estar parados allí intentando salir, no se pudo. Los carros que nos habían llevado volvieron a recogernos, y al día siguiente se repitió el cuento.

Al bajar sentí como si me hubiesen dado un palo en las piernas, en la columna, en el cuello, y tenía los ojos hinchados

Solo que entonces llegamos los últimos y, cuando íbamos a subir al ómnibus, no cabíamos. A la mitad los metieron en el maletero con otros que ya estaban ahí, unas 15 personas allí aplastadas, y a mí, con otros cuatro, nos pusieron en la guagua. A puro empujón y entre gritos, lograron meternos y cerrar la puerta.

Así tuvimos que hacer el viaje hasta Ciudad de México durante 17 horas, como animales. Entre nosotros había dos embarazadas.

No teníamos teléfonos, no sabíamos qué hora era ni podíamos abrir las cortinas. Yo intentaba bromear y algunos se reían, pero son 17 horas en pie, apretados, con calambres en las piernas, con sueño.

Alrededor de las 10 de la mañana llegamos a la capital mexicana, que es una ciudad muy imponente. Me sorprendió su inmensidad. Nos llevaron a una bodega en las afueras que no tenía ni las más mínimas condiciones. No solo éramos los 130 o 140 que veníamos en ese bus, sino que llegaron otros 60 más.

Al bajar sentí como si me hubiesen dado un palo en las piernas, en la columna, en el cuello, y tenía los ojos hinchados. Pedí café, pero solo tenían del que llaman "americano", no expreso, como yo quería, y me tuve que conformar.

Nos dieron los teléfonos de nuevo y pude hablar con la familia. Al otro lado, lloraban y se emocionaban, pero yo solo les decía: "Necesito descansar, déjenme descansar". Cuando llegamos a los dormitorios, otro jarro de agua fría: aquello era un espacio grande y en el suelo tenían tiradas colchonetas, muy sucias, muchísimo. Tanto, que yo me preguntaba cómo iba a dormir ahí. Estaba tan cansado, que finalmente dormí cuatro horas, tampoco pude más.

Pensé entonces que era momento de un baño, pero ahí había tres baños para más de doscientas personas. Colas para todo: para bañarse, para hacer las necesidades, con agua fría, helada. Yo tenía miedo de enfermarme, porque los niños empezaban a tener fiebres y diarreas, y muchos adultos también, entonces decidí no bañarme. Compré toallitas húmedas y con eso me limpiaba. Me decía: "Bueno, ya está, esto es lo que hay, no es un viaje de turismo".

Yo ahí dormía con un pulóver, con el abrigo que me había comprado en Guatemala con capucha, un pantalón con medias, y me tapaba con las frazadas que nos habían dado, pero así y todo era insuficiente y me despertaba con calambres. Hacía un frío tremendo en ese lugar.

Además, la comida ya no era tan generosa. No me gustaron las tortillas mexicanas, que era lo que nos daban. Un poco de pollo con una tortilla, un poco de carne con una tortilla, unos espaguetis... con una tortilla. Y yo no podía ya ni comer. Por suerte, ahí donde estábamos también nos vendían cosas, así que un día mandé comprar una Whopper de Burger King. Era la primera vez que iba a probar la famosa Whooper y cuando lo hice pensé: Guau, increíblemente rica. Es como la de los comerciales de televisión o las series del paquete. Me la comí con mucho gusto, me cayó bien y, por lo menos ese día, comí rico.

Ahí conocí a un señor que vivía en Nicaragua, nada mal, pero creía que por culpa de Ortega se estaba destruyendo todo el país y que aquella situación no tenía vuelta atrás, así que fue delante su mujer, que estuvo tres meses presa en la frontera, y ahora venía él.

También entablé conversación con dos hermanos de Ocotal, aunque uno vivía en Managua, que salieron porque uno de los dos se metió en problemas de drogas y ya no tenían nada que hacer allá. Uno había estado en las manifestaciones de 2018, algo parecido a lo que pasó en Cuba el 11 de julio, y muchas personas tenían esperanzas, me dijo, de que finalmente Ortega se fuera. Como al final no hubo ningún cambio, él decidió marcharse porque no quería vivir en una dictadura. Y ese fue el único nicaragüense que encontré en el camino que me dijo algo así. Los demás, ni fu ni fa de política.

Yo no quería contar que tenía fiebre, porque en ese caso, no te dejaban salir, pero un hondureño se dio cuenta: "Oye, ¿te sientes mal? ¿Necesitas algo, te puedo ayudar?"

En ese sitio llegué a sentirme muy mal: me ahogaba, sentía dolor en el pecho. Nos dijeron que serían dos días, pero ya llevábamos cuatro o cinco. Yo hasta llamé a mi primo en Estados Unidos y le dije: "No puedo, creo que no voy a poder. Esto no es normal. Aquí hay muchas personas, esto está muy abarrotado".

Un día empecé con fiebre y tuve que comprar medicamentos. Teníamos mucho miedo de que fuera covid, allí, con más de 200 personas juntas, pero finalmente fue una infección estomacal.

Yo no quería contar que tenía fiebre, porque en ese caso, no te dejaban salir, pero un hondureño se dio cuenta: "Oye, ¿te sientes mal? ¿Necesitas algo, te puedo ayudar?". Yo le expliqué lo que me pasaba, pero lo peor es que tenía una crisis de ansiedad, y él me dijo: "Oye, no compadre, no te sientas así, échate para acá". Y aquello me dio mucho ánimo. Se me empezó a pasar el ataque –la mente te juega malas pasadas– y todo gracias a este amigo hondureño, con el que hoy mantengo comunicación.

Un buen día nos avisan de que, en la madrugada, saldríamos para Monterrey, sin explicaciones de cómo iba a ser ni nada. Yo cogí los últimos 250 pesos mexicanos que me quedaban y compré medicinas, galletas, Electrolit. A las 10 de la noche nos despertaron y nos sacaron en unas combis, unas de esas guagüitas que caben como 18 o 20 personas. En un lugar bastante cerca, en una calle muy oscura, nos bajaron rápidamente, tiramos la mochila dentro del maletero de un bus y, corriendo, nos metimos.

Esa vez, pensé que no íbamos a ir apretados, pero me equivoqué. Seguían entrando más y más personas, demasiadas. Y así hasta Monterrey, 15 horas de viaje horribles.

Mañana

En Monterrey, cada cártel asigna un código a sus migrantes

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