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Confusión y chucherías, el primer día de una cuarentena en La Habana

Un territorio desconocido se abre ante los vecinos de este bloque clausurado tras detectar casos de covid-19

El bloque de 12 pisos en el Nuevo Vedado fue clausurado tras detectar casos positivos de covid-19. (14ymedio)
Luz Escobar

24 de septiembre 2020 - 19:38

La Habana/Amanece y parece un día cualquiera, pero hace pocas horas, al edificio de 12 plantas donde vivo en La Habana, ubicado en la barriada de Nuevo Vedado, le han echado el cierre tras detectar casos positivos de covid-19. Un territorio desconocido se presenta ante nosotros.

El primer día de cuarentena en este bloque construido en la época del subsidio soviético transcurre como todos los primeros días de algo: con sorpresa y confusión. Las preguntas dominan las horas de la mañana. A las nueve, todavía algunos vecinos logran escapar del cerco y corren a la panadería cercana para aprovisionarse. Otros, apenas se enteran en ese momento de que el inmueble ha quedado aislado.

Poco después, a la planta baja llegan dos hombres, uno con una identificación del Ministerio de Salud Pública. "¿Cómo es que todavía no está puesta la cinta amarilla, dónde está el oficial de la policía?", pregunta con tono autoritario el que parece el jefe, que inmediatamente insta al subalterno a que llame desde su móvil para aclarar la situación.

¿Qué pasará ahora? En este barrio, como en toda Cuba, hemos vivido huracanes, larguísimos cortes eléctricos, el colapso de los ascensores y hasta la emergencia sanitaria que traen enfermedades como el dengue

En los largos minutos en los que se buscan responsabilidades, llega una funcionaria con una agenda en la mano. Cerca de las diez de la mañana, el edificio está acordonado y con un policía apostado en la entrada.

¿Qué pasará ahora? En este barrio, como en toda Cuba, hemos vivido huracanes, larguísimos cortes eléctricos, el colapso de los ascensores y hasta la emergencia sanitaria que traen enfermedades como el dengue. Pero lo de este jueves en la mañana es inédito y preocupante.

Minutos después de la clausura con cintas amarillas, tocan a mi puerta: es un joven vecino que se presenta como el responsable del piso ocho. Hace varias preguntas. "¿Cuál es su nombre? ¿Tiene algún miembro de la familia entre cero y veinte años? ¿Algún adulto mayor? ¿Necesidad de medicamentos?". Dos niñas y un adulto, respondo.

El joven, con una mascarilla que casi le tapa hasta los ojos, explica que a nuestra familia le corresponde comprar un módulo de confituras, y que hay también hamburguesas y unas latas de sardinas. "La compra es por pisos, yo vengo y aviso cuando les toque a ustedes", dice.

Mis hijas, ansiosas, empiezan a hacer preguntas. ¿Ahora que estamos cercados por una cinta policial vamos a poder comprar sin cola los productos que hasta ayer costaban horas de espera frente a una tienda? Los niños viven las situaciones de crisis de una manera muy peculiar. Para ellos, lo extraordinario es un juego.

Pero el divertimento dura poco. A las once de la mañana llega un camión a la puerta del edificio y unos hombres descargan bolsas que colocan en una mesa. Decenas de ojos siguen sus movimientos desde las ventanas y los balcones. No falta algún que otro hilillo de saliva pensando en los "manjares" que llegan.

"Las hamburguesas y las sardinas se acabaron a la altura del piso cinco", dice con tono afligido la mujer que despacha los paquetes para cada casa. "Solo queda el módulo de confituras"

Pasada la una de la tarde, por fin, llega el aviso de que puedo bajar y comprar. "Las hamburguesas y las sardinas se acabaron a la altura del piso cinco", dice con tono afligido la mujer que despacha los paquetes para cada casa. "Solo queda el módulo de confituras", consuela de inmediato.

Unos combos con chucherías para niños a 32 pesos cada uno es lo único que hay. Un conglomerado de azúcar y colorante que miro con resignación. Como añadido, junto a los dulces vienen unos paquetes de snacks o Pellys, cajas de jugos artificiales cargados de sacarosa, y caramelos, muchos caramelos.

Las niñas de la casa están felices. Este miércoles es el cumpleaños de mi hija mayor, que apenas tiene 13 años, y a pesar de las limitaciones que nos han impuesto pude recoger el cake y las pizzas que encargué para celebrar en familia. Por unas pocas horas, aquel envío pudo pasar la férrea muralla que se impuso hoy.

Ahora, en la entrada del elevador hay un cartel que explica el cierre. Las nuevas normativas regulan desde el horario en que se puede botar la basura hasta el momento en que está permitido sacar a las mascotas a pasear.

Todos los días, tendremos control sanitario. Una señora con traje blanco, guantes, gafas y mascarilla, sin traspasar el umbral, pregunta el nombre de cada vecino y apunta a la frente de cada uno con un termómetro digital.

"¡Pero qué fríos están todos aquí!", dice después de leer 35.5º en algunas mediciones. Sus comentarios simpáticos nos sacan una risa nerviosa. "Hasta mañana", se despide la mujer, y cerramos la puerta a cal y canto. Abajo, una cinta amarilla visible desde nuestra ventana sigue recordándonos que estamos más que en cuarentena. Estamos bajo llave.

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