Presencias borradas
Miniaturas
Quizás Domingo Ravenet sea descartable como pintor, pero no como símbolo de resistencia
Salamanca/Domingo Ravenet no es el pintor favorito de nadie. Sus figuras toscas y esenciales las hemos visto en otra parte. Recuerdan al futurismo, recuerdan a William Blake, recuerdan a las primeras historietas de Batman. Al parecer, Ravenet siempre estuvo a punto de llegar a algo, pero no logró darle forma o por lo menos tiempo. Su obra impacta, es correcta, pero también muy fácil de olvidar. Murió joven.
Lo que cautiva de Ravenet es que el olvido no pudo contra él. Su arte lo ha resistido todo, desde la falta de una expresión original hasta la censura, del odio durante la República a la desidia y las malas intenciones en la Revolución. Quizás Ravenet sea descartable como pintor, pero no como símbolo de resistencia –es difícil dar con el adjetivo correcto– metafísica.
Nació en Valencia en 1905 y enseguida sus padres viajaron a Cuba. La familia tenía un vínculo rocambolesco con José Martí. Su abuela, la santiaguera Bárbara Hechavarría, se había casado con un general español que llegó a ser jefe del Departamento Oriental. Cuando Martí y Fermín Valdés Domínguez llegaron a Madrid en 1871, encontraron en casa de Bárbara –ya viuda y todavía joven– un refugio. Con 18 años, el muchacho se convirtió en una especie de preceptor de sus hijos, entre ellos el padre del pintor, Pedro Joaquín Ravenet.
Pedro Joaquín se hizo militar, se enroló en las tropas que lucharon contra los mambises y en 1895 estuvo en el combate de Dos Ríos
Pedro Joaquín se hizo militar, se enroló en las tropas que lucharon contra los mambises y en 1895 estuvo en el combate de Dos Ríos. No es probable –aunque se ha especulado al respecto– que haya sido uno de los que disparó contra Martí, pero sí hay certeza total de que estuvo allí (según su expediente, “se halló en la acción Dos Ríos, dando muerte la columna al titulado presidente de la República Cubana D. José Martí, ocasionando a los insurrectos numerosas bajas y cogiéndoles caballos con monturas y correspondencias”). De regreso a España, tuvo problemas por corrupción y acabó de vuelta en Cuba, donde se convirtió en devoto de la teosofía y prolífico escritor ocultista.
De ese linaje extraño sale Domingo Ravenet. En 1924 ya se había matriculado en San Alejandro y su trayectoria sigue la de sus contemporáneos, entre la aburrida herencia de la pintura colonial y los aires de la vanguardia. Realizó la típica peregrinación a París en 1927 y volvió a la Isla en pleno machadato.
Tras varias dificultades y arrestos, se contrató en la Escuela Normal de Maestros de Santa Clara. El lugar es uno de los más feos de la ciudad y no ha perdido su espíritu militar –allí hubo un fortín español–, pero en su patio sobreviven varios murales promovidos por Ravenet. Son de 1937 y llevan firmas sorprendentes: Amelia Peláez, Víctor Manuel, René Portocarrero, Jorge Arche, Eduardo Abela, casi toda la vanguardia.
Ravenet, profesor de dibujo, permitió también que varios de sus alumnos participaran en el proyecto. Era un intento por convertir a Santa Clara, ciudad anodina y empresarial, en un centro de artes. Hoy los frescos parecen manchones en la pared y sus tímidas restauraciones no se comparan con los actos de barbarie que han intentado borrarlos.
Los murales fueron escandalosos para la época. Había uno dedicado a la educación sexual y otro a los ciclones, aparecían guajiros y negras, las formas son inmensas y sensuales. En 1948, el director de la escuela eliminó los murales de Mariano y Ravenet, desapareció una escultura de Alfredo Lozano y sentó las bases para las perseverantes capas de cal que cubrieron el resto de las pinturas a lo largo de los años.
En 1948, el director de la escuela eliminó los murales de Mariano y Ravenet, y desapareció una escultura de Alfredo Lozano
La cal fue el gran enemigo de Ravenet. En la antigua capilla de la Real Cárcel de La Habana, en la que pintó otros frescos, solo sobrevive un ángel que irónicamente representa la inmortalidad, “llamando a los jóvenes al sacrificio”. El resto es cal.
Más saña todavía recibieron los dos frescos de Prometeo –encadenado y raptando el fuego– en la biblioteca de la Universidad de La Habana. Pintados por Ravenet en 1945 y considerados su obra maestra, fueron tapiados por algún rector pacato en los años 70. El falso techo les vino bien, porque al destaparlos 40 años después ambas figuras estaban en perfecto estado. Como Mefistófeles, a la Revolución a veces le sale bien hacer el mal.
Cuando salvaron a los Prometeos, la hija de Ravenet, Mariana, se tiró una foto con reproducciones de ambas pinturas. Mariana era muy joven cuando su padre falleció, en 1969, y su trabajo para que Ravenet sea rescatado está lleno de momentos conmovedores. Me tocó presenciar uno de ellos.
Durante una visita a Santa Clara, acosada por una procesión de críticos, Mariana realizó un viaje sentimental a la Escuela Normal de Maestros. Pasaba la mano por los murales con verdadera devoción, como si fueran reliquias. Pidió que le enseñaran dónde había estado el fresco que pintó su padre. Era un arco vacío, un portón. Recuerdo la foto de ese día, en la que Mariana sonríe con tristeza y señala ese vacío. O más bien la cal.