Charlie Kirk, las ideas y el odio

Columna

Hay ahora demasiada gente que en serio concibe las ideas ajenas como instrumentos de guerra apuntados en su contra

Charlie Kirk durante una intervención en la campaña de Trump.
Charlie Kirk durante una intervención en la campaña de Trump. / EFE
Federico Hernández Aguilar

15 de septiembre 2025 - 06:46

San Salvador/Charlie Kirk, el joven activista americano asesinado hace pocos días, defendía micrófono en mano la Segunda Enmienda de la Constitución de EE UU, bajo una carpa en la que se leía la inscripción: “Demuestra que estoy equivocado”. El tema del debate que sostenía, apenas segundos antes de recibir un balazo mortal en el cuello, no podía ser más polémico, porque es precisamente la Segunda Enmienda la que otorga a los ciudadanos de Estados Unidos el derecho a poseer y portar armas. Fue justo ése el instante que eligió Tyler Robinson, poseedor y portador de armas de 22 años, para disparar alevosamente contra Kirk.

La repugnancia del crimen quedó exhibida por el espanto que provocó en los cientos de estudiantes presentes en la escena, allí mismo en el campus de la Universidad de Utah Valley, mientras en redes sociales empezaba un enfrentamiento macabro entre quienes no solo justificaban sino que llegaban al extremo de regocijarse por el asesinato.

En Seattle, Washington, una persona se atrevió a decir: “Lo habría matado yo mismo”, para después agregar que el perpetrador del crimen les había hecho “un favor”. Otro joven de la Universidad de Texas en Austin expresó sin titubear: “Alguien tenía que hacerlo”. En TikTok, un tipo subió un video de sí mismo bailando en la vía pública y canturreando con un megáfono: “Le dimos a Charlie en el cuello”.

El analista político Matthew Dowd, colaborador de la cadena MSNBC, hizo un comentario al aire que le valió su despido: “Siempre vuelvo a lo mismo: los pensamientos de odio conducen a palabras de odio, que luego conducen a acciones de odio… No puedes quedarte con este tipo de pensamientos horribles que tienes y luego decir estas palabras horribles y no esperar que ocurran acciones horribles”. ¡Vaya interpretación reveladora!

La repugnancia del crimen quedó exhibida por el espanto que provocó en los cientos de estudiantes presentes en la escena, allí mismo en el campus de la Universidad de Utah Valley

Causa profundo estupor confirmar, luego del asesinato de Kirk, en qué se ha transformado el debate público en Estados Unidos. Hay ahora demasiada gente que en serio concibe las ideas ajenas como instrumentos de guerra apuntados en su contra. Se ha llegado al colmo de condenar el uso de ciertas palabras y se ha culpado a quienes las usan, por consiguiente, de ser “nazis” o “fascistas” o “extremistas” o “fanáticos”.

Hoy se antepone el prefijo “ultra” con una ligereza pavorosa, porque resulta más fácil descalificar así al adversario que tomarse el trabajo de enfrentar sus posturas. Y no es que Charlie Kirk fuera, en mi opinión, un polemista infalible; tenía sus yerros, enarboló algunos simplismos gruesos y no siempre conseguía dominar su temperamento provocador. Pero sí poseía la gran virtud de ir a contracorriente sin andarse por las ramas y respaldado por la fuerza de la convicción y el recurso de la agilidad mental.

Tyler Robinson, el asesino, era solo nueve años menor que su víctima, de 31. Entre ambos, sin embargo, mediaba el inmenso océano de crispación ideológica que está socavando los cimientos de la sociedad americana. Y esa misma sociedad, azuzada por líderes políticos que hablan de sus adversarios como “enemigos” a los que hay que destruir, tiende a naturalizar la violencia como una forma legítima de dirimir los inevitables conflictos.

Tyler odiaba a Charlie y le consideraba un “fascista”. Lo mató de un tiro porque nunca estuvo a la altura de proponer ideas, sino a la mera elevación física de ubicar un fusil. Por eso, mientras uno murió reivindicando la necesidad de contrarrestar opiniones, el otro escogió el camino de silenciar una opinión que personalmente le molestaba.

Confieso la debilidad que tengo por las elegantes discusiones de ideas. Me cuento entre los escritores que extrañan aquellas épocas doradas en que los eruditos acudían al diálogo (incluso apasionado) sobre los temas más controversiales, pero guardando siempre el decoro y el debido respeto por sus interlocutores. De hecho, fue esta cortesía mínima, abierta incluso a la nobleza de reconocer los aciertos del contrincante o las propias inexactitudes, lo que hizo que notables polemistas —de la clase de G. K. Chesterton o G. B. Shaw, en la Inglaterra victoriana— se afilaran mutuamente en el “pugilato” de las convicciones sin llegar a perder su recíproca admiración.

Por desgracia, con muy contadas excepciones, en estos días resulta difícil hallar esta nobleza y honradez intelectual en el ámbito de las ideas políticas, sociales o meramente humanas

Conversaciones que llevan a un intercambio franco de ideas y razones, con oportunidad de exhibir falacias y desmontar prejuicios, son ejercicios democráticos de gran potencial práctico. Quien demuestra que el otro se equivoca sale con una victoria que no es solamente suya, porque es la sociedad entera la que se beneficia del triunfo de una buena propuesta o, en su defecto, del abandono de una concepción errónea.

Por desgracia, con muy contadas excepciones, en estos días resulta difícil hallar esta nobleza y honradez intelectual en el ámbito de las ideas políticas, sociales o meramente humanas. Ezra Klein, un comentarista estadounidense con quien suelo discrepar, escribió en su cuenta de X unas frases cortas que me parecen muy atinadas, en relación a la muerte de Kirk: “La violencia política es contagiosa, y se está extendiendo. No se limita a un solo bando o sistema de creencias. Debería aterrorizarnos a todos”.

Y es verdad. Algo no anda bien en una sociedad cuyos miembros temen hablar por temor a ser vistos con odio y luego a través de la mirilla de un fusil. El diálogo abierto debería ser, siempre y en todo lugar, la alternativa al derramamiento de sangre. Por nuestras más fuertes convicciones tendríamos que estar dispuestos a entregar la vida, pero no a arrancar la vida de otra persona. La justificación de la violencia, por pequeña que sea, es el umbral de la barbarie.

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