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El diablo no se viste de Prada, sino de verde olivo

Cuba y la noche

Los estudios sobre political clothing llevan décadas recordando que la ropa es un lenguaje político tan poderoso como un decreto.

Cada vez que pasa un ciclón, o que la situación se pone tensa, corren a vestirse de aguacates. / Captura
Yunior García Aguilera

04 de diciembre 2025 - 06:33

Madrid/El vestuario de los líderes nunca es inocente. La ropa suele decir tanto o más que los discursos. Y los cubanos –que cargamos con más de seis décadas jugando a los disfraces– sabemos bien que en esta Isla el poder siente un fetiche particular por los uniformes. 

Fidel Castro pasó la mayor parte de su vida política enfundado en el verde olivo, como si aquella tela pesada fuese parte inseparable de su piel y, sobre todo, de su mito. Solo en ocasiones excepcionales se permitió abandonar la indumentaria de comandante, para aparentar ser un “mandatario criollo”. Pero al final de su vida, cuando el uniforme se volvió incompatible con la fragilidad del cuerpo, llegaron los chándales Adidas, una especie de parodia geriátrica de su antigua autoridad. Aquellos conjuntos deportivos, combinados a veces con camisas a cuadros y disertaciones delirantes sobre la moringa, no hicieron más que subrayar su irreversible decadencia.

Aquellos conjuntos deportivos, combinados a veces con camisas a cuadros y disertaciones delirantes sobre la moringa, no hicieron más que subrayar su irreversible decadencia

Los burócratas del continuismo intentan seguir ese libreto, llevándolo al ridículo. Cada vez que pasa un ciclón, o que la situación se pone tensa, corren a vestirse de aguacates. Pero el atuendo militar no admite improvisaciones, y los nuevos sastres nunca atinan con las tallas. El resultado es penoso, mostrando a funcionarios barrigones embutidos en trajes en los que es imposible abrocharse el San Browne. No hay cinturón que logre disimular el sobrepeso ni pose marcial que compense las décadas que han pasado sentados en oficinas climatizadas. El uniforme, en lugar de imponer respeto, los delata.

Más allá del inevitable choteo, el tema es serio. Los estudios sobre political clothing llevan décadas recordando que la ropa es un lenguaje político tan poderoso como un decreto. La investigadora Nazli Ekici sostiene que la vestimenta es “el elemento material más visible” del poder; y la historiadora Katrina Navickas demostró que, ya en la Inglaterra del siglo XVIII, la ropa funcionaba como un “adorno constitucional”, una forma de declarar alianzas, temores y lealtades. 

América Latina lo ha visto repetirse una y otra vez. Cuando Hugo Chávez sinceró sus intenciones de “refundar” Venezuela, convirtió su boina roja y su uniforme en una especie de escenario portátil. Cada aparición pública estaba diseñada para recordar su origen militar, su vocación de soldado y su promesa de revolución permanente. Lo terrible es que mientras él se vestía de soldado ante las cámaras, miles de uniformados reales se instalaban en ministerios, empresas públicas y gobernaciones, hasta consolidar la dictadura chavista. 

El presidente ruso, Vladímir Putin, también ha ido cediendo al embrujo del uniforme

El presidente ruso, Vladímir Putin, también ha ido cediendo al embrujo del uniforme. Hasta hace poco, su imagen se sostenía en la frialdad del traje y la corbata, un estilo que evocaba tecnocracia y control. Pero desde que se enredó en su aventura ucraniana, ha empezado a asomar en puestos de mando subterráneos con uniforme de camuflaje, mirando mapas y rodeado de generales que asienten. Hasta octubre solo se había vestido de comandante supremo dos veces desde el inicio de la “operación especial”. Pero desde entonces ya suma tres apariciones, cada una más desesperada que la anterior.

Este cambio es una respuesta al creciente cansancio del pueblo ruso. La guerra, que se anunció como rápida y efectiva, se ha convertido en un conflicto prolongado que ha costado cientos de miles de vidas y ha devorado recursos. Los expertos han señalado que, para enero, las Fuerzas Armadas habrán combatido tanto como el Ejército Rojo en la Gran Guerra Patria.

Mientras tanto, América Latina navega por sus propias incertidumbres. La región observa, entre preocupada y escéptica, el juego de tensiones en torno a Venezuela. Nadie sabe si Donald Trump llegará a considerar seriamente una intervención militar o si sus amenazas son solo un farol. Es posible que el despliegue militar en el Caribe haya buscado provocar el derrumbe del chavismo sin necesidad de desembarcar un solo marine. Pero la dilatación de la amenaza podría volverse un búmeran, ya que los votantes republicanos más fieles –incluidos los de la corriente MAGA– prefieren que Estados Unidos “se ocupe de lo suyo” y deje de involucrarse en guerras ajenas. Llegado el momento, quizá no estén dispuestos a respaldar una incursión real.

Existe un principio dramatúrgico llamado “el arma de Chéjov”, que dice: “Si dijiste en el primer acto que había un rifle colgado en la pared, en el segundo o tercero este debe ser disparado inevitablemente. Si no va a ser disparado, no debería haber sido puesto ahí”. Esta reflexión viene muy a tono con el gran despliegue militar en el Caribe, sobre todo en un mundo donde la realidad se observa desde las pantallas.  

Me causó mucha risa ver, durante la pasada Feria Internacional de La Habana, como todos corrieron a cambiarse el uniforme de campaña por el atuendo de caballeros, para parecer “hombres de negocios"

Lo curioso es que, en medio de tanta tensión, los mismos autócratas latinoamericanos que durante años se disfrazaron de guerrilleros, combatientes y libertadores, ahora no paran de hablar de paz. Olvidan –o quieren que olvidemos– que “revolución”, en el diccionario político de la región, siempre fue sinónimo de lucha armada. Olvidan que el régimen cubano plagó las selvas de guerrillas, que entrenó insurgencias, que exportó la violencia con el mismo entusiasmo con que hoy exporta espías y esclavos vestidos con batas blancas. 

En el fondo, todo vuelve al vestuario. Me causó mucha risa ver, durante la pasada Feria Internacional de La Habana, como todos corrieron a cambiarse el uniforme de campaña por el atuendo de caballeros, para parecer “hombres de negocios". En la foto oficial, solo el primer secretario del Partido Comunista en La Habana, Liván Izquierdo, olvidó trajearse para la ocasión. Verse vestido de aguacate en medio de sacos y corbatas lo hizo encogerse ante las cámaras, como quien se da cuenta de que fue a una fiesta de etiqueta en ropa de baño. 

Si finalmente se desata un conflicto armado en Venezuela, veremos cuántos de esos uniformes se aprietan el zambrán o cuántos trajes eran solo parte del decorado. Ya sabemos que ni el hábito hace al monje, ni el diablo se viste siempre de Prada, la mayoría de las veces… lo hace de verde olivo. 

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