A propósito de 'Ajuste de cuentas'

En la columna de esta semana, mantengo mi política –mi poética– de ni contar una mentira ni dejar títere con cabeza

Alexis Romay de niño. (Foto del autor)
Alexis Romay de niño. (Foto del autor)
Alexis Romay

31 de diciembre 2022 - 11:38

Nueva Jersey/Este viernes 14ymedio publicó las siete décimas de mi más reciente entrega de Diversionismo ideológico, mi columna semanal. Las puedes leer de un tirón en su página o dosificarlas, una a diario, aquí, en Belascoaín y Neptuno, mi blog que también es tuyo.

No suelo escribir comentarios para explicar lo que escribo. Lo que escribo se explica por sí solo. O no se explica y punto. Sin embargo, por esta vez, hago una excepción, porque, luego de esos setenta versos, se me han quedado cosas en el tintero. Quiero hacer hincapié en el disgusto en nuestra sociedad –la cubana, se entiende, aunque lo mismo es aplicable a Estados Unidos– a la hora de enfrentar el racismo y las muchas formas de su violencia.

Hay gente que me ha dicho a lo largo de mi vida, en español y en inglés: "Yo no veo razas ni colores", y, al decirlo, lo ha hecho siempre con las mejores intenciones. Pero quien no ve la raza tampoco ve el racismo. Y los problemas no se solucionan si preferimos pensar que no existen. No –tener que– pensar en la raza, no ver la raza, es un privilegio inmenso. Yo la veo cada vez que me miro al espejo. Y será un constructo social y todo eso, pero yo no lo inventé. Cuando llegué a este baile, ya estaba ahí, como el dinosaurio de Monterroso.

Ya que estamos: privilegios son también no tener que pensar en el género o en el dinero o en la orientación sexual o en el estatus migratorio o en la habilidad física o en otros factores que no menciono, porque no veo, porque no me vienen a la mente ahora mismo, mientras redacto esta nota.

Yo en Cuba era negro, aunque acá me pongan la etiqueta de "latine", mientras repito hasta el cansancio que soy y seré cubano hasta que me apaguen el Morro; habanero, para más señas.

Del racismo hay que hablar, y hay que hablar en público. Y esa conversación tiene que ser incómoda, sobre todo para quienes nunca se han detenido a pensar en el tema

Jamás he tenido la opción de no pensar en mi persona como un ser racializado, incluso mucho antes de haber adquirido este vocabulario, cuando me reiteraban que el racismo era un rezago del pasado –que felizmente se había erradicado en Cuba–, mientras me enseñaban a odiar mi pelo, este pelo –todo sea dicho– hermoso. La conjunción de ese sentimiento –esa conciencia racial– con la falacia que aprendemos –que aprendimos– en casa de que la familia es sagrada fue el punto de partida de este ciclo de décimas. No, compatriotas. Del racismo hay que hablar, y hay que hablar en público. Y esa conversación tiene que ser incómoda, sobre todo para quienes nunca se han detenido a pensar en el tema. Créanme: más incómodo –¡más peligroso!– es el racismo. Por otra parte: la familia es quien demuestra serlo. La familia también se escoge. (Mi tía Lucy, que no es mi consanguínea, es más familia mía que toda "mi línea paterna". Aprovecho para enviarle, públicamente, mi cariño de siempre).

En la columna de esta semana, mantengo mi política –mi poética– de ni contar una mentira ni dejar títere con cabeza. Aquí –y en todas partes–, lo personal es político. Voy más lejos: mi niñez demuestra el rotundo fracaso del régimen cubano en promover e implementar la justicia e igualdad racial en esa isla de la que escapé, como escapan miles de mis compatriotas por estas fechas.

Ya sé que el Estado es un sistema, y en mis versos me refiero a individuos. Pero el engranaje de una sociedad funciona —o deja de funcionar— porque hay gente que lo ejecuta. Esas criaturas y su racismo enfermizo pasaron por mi vida. Y todas apoyaban abiertamente a la "Revolución", mientras me repetían que en la dictadura previa yo "no sería ni persona".

Por tanto, este ajuste de cuentas en el ágora se lo debía a mi infancia. Lo dedico a racistas –de todos los géneros y las latitudes– que han defendido –¡y me han explicado!– la "Revolución Cubana".

La patria se aprende en la familia. El racismo también. Edúcate y educa a tu descendencia.

No olvides que "los trapos sucios se lavan en casa" es un modo muy eficaz de proteger a quien te oprime.

Di tu verdad. Recuerda, con Audre Lorde, que "tu silencio no te protegerá".

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