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A Guanabo con la 'bestia'

Un 'nuevo' tren traslada a los habaneros a las playas del Este, pero la experiencia no resulta ser muy grata

Todos los asientos quedaron ocupados, los malos y los peores, y hubo hasta pasajeros de pie. (14ymedio)
Marcelo Hernández

29 de julio 2019 - 17:21

La Habana/Guanabo/Entre las obligaciones de cualquier tío se encuentra ocuparse de los sobrinos en las vacaciones y entre las ilusiones habaneras más comunes en el verano nunca falta un viaje a las playas del Este. Pero los caprichosos hijos de la hermana de Richard no solo quisieron darse un chapuzón en el mar sino también ir a Guanabo en tren. ¿A quién se le ocurre?

El grupo, de un adulto y tres niños, partió con varias mochilas cargadas con pomos de agua congelada, huevos hervidos, las toallas con menos huecos que tienen en la casa y crema solar, hacia las cercanías de la Estación Central de trenes de la capital cubana. "La 'bestia' sale por ahí, solo hay que encontrar el lugar", aventuró Richard.

Ni los bicitaxistas que mueven pasajeros ni los vendedores ambulantes de las cercanías sabían muy bien el lugar de salida de los vagones rumbo a Guanabo, un servicio vacacional que lleva apenas unos días funcionando después de varios años suspendido. Hallar el andén fue parte de la aventura para unos niños juguetones y un tío que ya comenzaba a preguntarse por qué se le había ocurrido complacerlos.

Un barrendero recomendó a Richard, cansado de dar vueltas, preguntar "por el CDC detrás de la Muralla". Lo que parecía una contraseña secreta resultó ser la dirección correcta. Detrás de las ruinas y bajo la amable sombra de una frondosa ceiba está el Centro de Carga (CDC), donde se recepcionan los paquetes que se envían por ferrocarril.

A las siete de la mañana de este domingo apenas se congregaban en el lugar unas diez personas. Faltaba una hora y 17 minutos para la salida del tren, según el horario anunciado en la prensa oficial.

La empleada en la entrada del CDC aclaraba al grupo de pasajeros que ella no sabía "nada de un tren a Guanabo" y que su trabajo solo consistía en "anotar la matrícula de los carros que entran y salen". Unos hombres con aspecto de estibadores se apiadaron de Richard, agobiado por la falta de información y la gritería de sus sobrinos. "Sí, puro, aquí es la cosa, pero eso sale a las nueve".

A las 8:45 apareció una locomotora soviética arrastrando cuatro vagones y resoplando pesadamente. Una exclamación de felicidad recorrió la cola cuando también llegó la despachadora de los boletos con un trozo de preservativo en el dedo pulgar para "contar el dinero sin que se peguen los billetes", aclaró.

Apenas eran 20 los candidatos al viaje, porque la mayoría se había cansado de esperar y se había decantado por ir hasta las Playas del Este en ómnibus o en un taxi privado, éstos últimos por un precio que oscila entre los 20 y los 200 CUP en dependencia del confort y la demanda.

La mujer cobró un peso por persona, adultos o menores y les indicó que caminaran sobre un andén lleno de piedras desde donde abordaron a la "bestia", que ya para ese entonces había sido el centro de bromas, burlas, fotos subidas a Instagram y el asombro del sobrino más pequeño de Richard que nunca había viajado en tren.

El alivio por la llegada de la mole se vio frustrado nada más subir al vagón. Los pasajeros recorrieron una y otra vez cada vagón en busca de asientos que no estuvieran rotos. "Los que no están malos es porque están peores", sentenció una señora que usaba el servicio para visitar a una hermana residente en Peñas Altas, un reparto de Guanabo.

"Aquí parece que se montaron los fanáticos de un equipo de fútbol después de perder un campeonato", ironizó un joven con una camiseta de Messi y una pequeña bocina inalámbrica desde la que la voz de Bad Bunny llenaba todo el vagón. El deterioro provocaba más risa que molestias porque "qué se puede esperar de algo que cuesta un peso", decía un anciano.

Richard y sus sobrinos lograron ubicarse en unos asientos que tenían la madera rajada y una punta de tornillo asomando pero que pudieron cubrir en parte con una toalla. A su alrededor, ni un solo centímetro cuadrado podía ganarse el calificativo de "cuidado", "limpio" o "eficiente".

Los niños abrieron la mochila para comerse unos perros calientes que la madre les había preparado antes de salir. Richard bramó molesto y advirtió que si se comían todo antes de llegar a la playa iban a "pasar hambre, porque en Guanabo la comida es en fulas y muy cara". No logró ningún efecto.

En los techos todas las lámparas estaban arrancadas, las ventanillas tenían los cristales opacos por el hollín y todos los vagones viajaban con las puertas abiertas. Los sobrinos no salían de su asombro y un turista japonés que se había subido en el último minuto no paraba de tomar fotos.

Un olor en el que se mezclaban el tufo del metal, del sudor, el orín y la mugre llenaba todo el lugar. A cada movimiento le seguía un festival de crujidos y sacudidas que los sobrinos interpretaban con alegría, como si estuvieran en una desvencijada montaña rusa a punto de desarmarse en cada bajada. "Esto es un tren, tío, este es un tren", exclamó con entusiasmo el más pequeño.

"No, esto no es un tren, esto es un transporte para vacas... porque eso es lo que somos, ganado", le respondió un pasajero.

Richard tuvo que acompañar a uno de sus sobrinos al baño tras insistirle en que aguantara. La mala palabra que gritó al entrar al pequeño espacio donde estaba una taza de baño metálica cubierta de inmundicias recorrió todo el vagón y provocó una risotada del pasajero de la camiseta de Messi y la extrañeza del japonés.

En los primeros 10 minutos después de la salida el tren apenas avanzó, incluso retrocedió unos 200 metros hasta quedarse parado por casi media hora para ceder el paso a los vagones procedentes de Santiago de Cuba. "Tío, ¿y por qué ese tren se ve tan bonito y el nuestro es tan feo?", preguntó el menor de los sobrinos.

Una ferromoza con cara de fastidio le respondió a Richard que el tren llegaría a la playa a las 10:30 am y que el regreso a La Habana estaba previsto para las seis de la tarde sin mucha convicción, conocedora de que esta serpiente de hierro tiene horarios tan impredecibles que mejor no asegurar nada.

Apenas los sobrinos recuperaron el entusiasmo al reanudarse la marcha, hubo que esperar otros 24 minutos para dejar pasar el flamante tren que venía de Holguín. En ese tiempo, surgieron los viejos chistes de que "a la locomotora se le había ponchado una rueda" y otro de alguien que gritó a viva voz que iban a "reintegrar la mitad del dinero del pasaje si el tren llega con retraso mayor de 20 minutos".

Con el tren medio vacío bordearon la bahía de La Habana. A las 10:15 recogieron pasajeros en Guanabacoa. Primero cerca del entronque con Regla, luego en Villa María. De pronto todos los asientos quedaron ocupados, los malos y los peores, y hubo hasta pasajeros de pie. Fue entonces cuando se hizo patente la presencia policial, con al menos doce uniformados.

Los policías revisaron los vagones mirando atentamente las bolsas de los pasajeros en busca del tráfico de productos al mercado negro que se mueve en la ruta. Queso, leche, camarones, pescado y hasta la "peligrosa" carne de res fueron el centro de atención del operativo. Nadie resultó detenido ni multado, aunque previamente se vio a varios clientes guardar en su ropa interior paquetes y bultos bien atados.

Ya no hubo más paradas. El maquinista, con quien Richard había hablado brevemente antes de iniciar el recorrido, había dicho que aunque su equipo podía alcanzar "descansadamente" los 150 kilómetros por hora, "en estas líneas" no se atreve a pasar de 20. Por eso parecía adecuado el cálculo de una hora y media para el recorrido, de más o menos 40 kilómetros, que sin mucho triunfalismo había pronosticado la ferromoza.

Llegaron a Guanabo a las 11:30, justo cuando el sol se vuelve más implacable. A esa hora la caravana de pasajeros tenía por delante un recorrido de un par de kilómetros hasta la playa. Los transeúntes intentaban pasar cargados de bultos desde la última parada del tren hasta el mar, separadas por una autopista sin cruce de peatones.

El turista japonés se libró de ser atropellado por un Moskovich que pasaba a toda velocidad y, después de llegar milagrosamente ileso al otro lado, se dio la vuelta para hacer unas fotos de la locomotora con sus cuatro coches bajo el sol de julio.

Ninguno de los numerosos policías que velaban por el orden durante el viaje tuvo la iniciativa de detener el tráfico para seguridad de los viajeros. Richard y sus tres sobrinos llegaron a la playa después de comprobar que uno de ellos había dejado la toalla abandonada en el vagón. Cinco horas después, tras carreras por la arena y chapuzones prolongados, el tío preguntó "¿Regresamos en tren?" y un sonoro "no" salió al unísono de tres gargantas.

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