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La obsesión por la papa

Cola para comprar papas en La Habana. (Luz Escobar/14ymedio)
Marta Requeiro

10 de marzo 2017 - 09:23

Miami/La papa con el terrón de tierra pegado pesa más. La balanza adulterada, quizá el desnivel en la meseta y no sé qué otras cosas más hacen que 10 libras que dan de ésta vianda por la libreta ‒de Pascua a San Juan‒ se queden en ocho cuando al llegar a casa les sacas la tierra y las pelas. ¡Ya faltan dos! ¿Vas a ir a reclamar después de pasar el día entero en la cola viniendo a la casa solo para ir al baño? No. Entonces, dos libras que te quitan a ti y dos al otro ya son cuatro que se quedan.

Si eres considerado un socio por el del puesto, éste pasa después por la casa proponiéndote comprar un poco más de papas a sobreprecio, y accedes. ¡Qué cara! Todo es pura sobrevivencia y, aunque es duro reconocerlo, lo que más interesa es que la familia se alimente.

Todo es pura sobrevivencia y, aunque es duro reconocerlo, lo que más interesa es que la familia se alimente

¡Otro dilema se crea ahora en la cabeza!

— ¿Cómo hago? ‒le dices cuando llega al frente de la casa y te llama‒.¿Tú me las traes o yo voy? ¿Cuánto cuesta la libra?

— ¡Tú'tas loca! ¡Tienes que ir ya casi a la hora de cerrar! La cosa está mala. Espera bien tarde, cuando vaya quedando poca gente y haz la colita que haya. Ahí te las doy y tu me pagas a cinco pesos la libra. ¿Entendiste?

— ¡Claro!

Ya sabía que tenía que ser artista, fingir ante los vecinos que me encontrara en la cola que no había llevado a casa el apetecido producto. Yo que era de las primeras que corría al oír el grito de "¡Llegaron las papas!", y me quedaba "clavada" en el puesto hasta que me tocara. Ese es un día perdido de hacer otras cosas, ayudar a los muchachos con las tareas, por ejemplo.

Esperaría entonces al segundo día de venta, que ya la cola estaría aflojando. Mucho mejor ir tarde ‒pensaba‒ para toparme con menos vecinos. Llegar del trabajo, recoger los muchachos de la escuela y dejarlos con mima. Ponerme zapatos cómodos, agarrar un par de jabas y salir.

A la hora de pedir el último en la fila, seguro no faltaría el gracioso que ‒con picardía en la mirada‒ me dijera: "¿Y tú todavía no has cogido las papas?". Y de nuevo tendría que ser actriz y responder con naturalidad y un gesto despreocupado: "No".

Esa tarde lo tenía todo planeado, fríamente calculado; pero cuando llegué al agro ya habían cerrado. Nunca se sabe realmente la hora del cierre, porque si hay mucha gente hacen maratón, como pasa el primer día, pero ya después hacen cumplir el horario o se van antes.

Con temblores, me hice un ovillo para que nadie viera la manipulación de los billetes, los enrollé para entregárselos al dependiente, pagué y me fui a casa

Al tercer día de la venta no esperé tan pegado a la hora del cierre para ir. Esta vez no fallé. Había pocas personas ‒cuatro gatos, como dice la vieja. Traté de que me atendiera ese con el que tenía el trato.

Le dije a la señora de atrás: "pase usted, prefiero que me atienda el otro". Y ella me contestó: "¡Va!, da lo mismo, una papa más o una menos".

Puse la libreta en el mostrador, mi nuevo socio -el dependiente-, fingió marcar sobre la casilla ya marcada, fue a la parte trasera del local a traer más papas. A medida que el depósito de la pesa se iba llenando con los mejores tubérculos escogidos, multiplicaba cada libra que veía marcada en el brazo por el precio acordado. La adrenalina, por el miedo de estar haciendo algo indebido, crecía y tenía la sensación de estar "desempolvando" la tabla del cinco, con dificultad por el mismo motivo.

Con temblores, me hice un ovillo para que nadie viera la manipulación de los billetes, los enrollé para entregárselos al dependiente, pagué y me fui a casa.

Me di cuenta de que me había echado la misma cantidad que por normativa le correspondía a mi núcleo familiar. ¡Lógico! Si llega un inspector de pronto, no hay ninguna violación a la vista. ¡Todo bien pensado por parte de ellos también! ¡Esto no lo para nadie!

Me alejé cargando las papas y un orgullo del que hoy me arrepiento.

No nos damos cuenta de que así contribuimos a apuntalar al régimen y a perpetuar su poder sobre nosotros

Puedo comparar lo que se siente cuando uno hace algo ilegal en Cuba con una sensación de triunfo, de haber ganado algo. Lo que realmente ganamos es subsistir y que nos tratemos como enemigos entre nosotros mismos, nos vigilemos y delatemos. No nos damos cuenta de que así contribuimos a apuntalar al régimen y a perpetuar su poder sobre nosotros.

Hoy me comentó una vecina que había hablado con su sobrina, que vive en La Habana, y que ahora la libra de papa en el mercado negro está a ocho pesos, que, con suerte, le entran dos papitas por libra.

Recordé entonces aquella vivencia. Casi veinte años después de irme de allí, viendo las noticias, veo que todo sigue igual o peor. La gente aglomerada, discutiendo, casi matándose, en los puntos de distribución de La Habana Vieja, donde había llegado ‒¡por fin!‒, como un recuerdo del pasado, la papa.

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