Cuarenta años después, ¿qué necesita la Constitución cubana?

Se cumplen 40 años de la Constitución cubana, aprobada en 1976. (EFE/ARCHIVO)
Se cumplen 40 años de la Constitución cubana, aprobada en 1976. (EFE/ARCHIVO)
Manuel Cuesta Morúa

22 de enero 2016 - 10:09

La Habana/Cuarenta años en la vida histórica de una nación pueden resultar pocos en la larga duración de la historia. En política, por el contrario, tres generaciones son suficientes para medir el significado de los acontecimientos que marcan un periodo específico.

Cuando se cumplen 40 de la Constitución Socialista de Cuba, queda la sensación de que 1976 fue el año anodino para la institucionalización del país. La fecha seminal sigue siendo 1959, en la que se expusieron la naturaleza y la dinámica del poder, a-institucional, y no 1976, en la que se suponía que la Revolución cubana se institucionalizaba en un proceso de inclusión de toda la sociedad dentro de reglas fundamentales iguales para todos.

La distancia de 16 años entre hecho revolucionario e institucionalización política estableció y estabilizó un hábito particular que es propio de la política premoderna: mandan los que triunfan. Y el triunfo fue de un partido por encima de la nación. Por eso, antes de 1976, viene el primer congreso del Partido Comunista de Cuba, en 1975, que fue el año de institucionalización de esos pocos que vienen dominando los destinos de todos.

La soberanía invertida deja claro para todos que la fuente de derecho de los actos del Gobierno no está en el pueblo sino en la punta de la pirámide: en los que mandan en su nombre

En el origen de la Constitución de 1976 está el Partido Comunista. De más está decir que los orígenes de la Carta Fundamental de los cubanos fueron todo menos democráticos. Para su concepción y redacción no fue elegido un grupo de notables, diversamente constituido y representativo de la sociedad, sino designado un pequeño consistorio de militantes del viejo partido socialista, liquidado para más señas en 1975, que copiaron al calco la constitución búlgara de la era socialista, que a su vez era un facsímil de la constitución soviética de 1936. Así, Cuba retrocedía casi cuatro años, tomando 1940 como punto de llegada de una rica historia constitucional que respondía a los fundamentos del constitucionalismo moderno: limitación del poder, libertades fundamentales y separación de poderes.

Sin consulta popular previa, la Constitución de 1976 invierte la soberanía y cristaliza dos dimensiones soberanas por encima de la sociedad. En esto supera, por así decirlo, al mundo socialista que imita y donde busca constantemente legitimidad. La soberanía invertida deja claro para todos que la fuente de derecho de los actos del Gobierno no está en el pueblo sino en la punta de la pirámide: en los que mandan en su nombre. La doble dimensión de esta recuperación del concepto de soberanía anterior a la Revolución Francesa nos advierte que por encima de nosotros está la ideología comunista y que por encima de esta, y de todo lo demás, incluido el derecho internacional, se encuentra la Revolución, la fuente del derecho en Cuba.

La historia del país en los últimos 57 años es la de la tensión entre la hegemonía de los comunistas y la hegemonía de los revolucionarios que militan en el Partido Comunista y, dueños de todos, gobiernan al margen de aquellos y de la Constitución que copiaron.

Pero hay otra dos tensiones básicas: la que se produce entre los revolucionarios y el país en el que reinan combinando caprichos y hormonas; y la que nace del choque entre la voluntad del poder y la vida constitucional.

Estas dos tensiones impulsan reformas y contrarreformas puntuales de la Constitución para adecuarla a la realidad social y económica, que resistieron los golpes estructurales y sistemáticos del poder, y a las necesidades de supervivencia de este frente a esa misma realidad. Las reformas de 1992, retomando el carácter laico de la Constitución y la soberanía nacional van en el primer sentido de adecuación. Fueron reformas en la medida que pusieron fin al ateísmo oficial, una forma de religión de Estado, y borraron aquel artículo que agradecía a la ex Unión Soviética la existencia misma del Estado cubano.

La de 2002 fue una contrarreforma que puso en evidencia, una vez más, el dominio de los revolucionarios con carnet sobre los comunistas acreditados. A ningún comunista doctrinario, por no mencionar al resto de una sociedad que renace en toda su pluralidad, se le hubiera ocurrido declarar el carácter irreversible del socialismo justo en el momento en el que la evidencia sugería todo lo contrario: nada era irreversible ni había fin de la historia: ni el proclamado por el Manifiesto Comunista en 1848 ni el proclamado por el intelectual norteamericano Francis Fukuyama en 1989 en su libro el Fin de la Historia y el último hombre.

Esto parece decirnos que los cambios fundamentales y necesarios en el país solo pueden ser logrados a través de otra revolución triunfante. ¿Es esto recomendable? En mi visión no

La contrarreforma de 2002 indicó sin embargo un hecho más importante: la revolución cubana logra institucionalizarse como hábito precisamente porque niega la vida constitucional del país. Cuba ha sido gobernada después de 1976 del mismo modo que lo fue en los 16 años que van de 1959 a 1976: a golpe de voluntad y pensamiento desiderativo. Esto parece decirnos que los cambios fundamentales y necesarios en el país solo pueden ser logrados a través de otra revolución triunfante.

¿Es esto recomendable? En mi visión no. Alguien lo dijo inmejorablemente: los fines no son nada, los medios lo son todo.

La sociedad cubana ha venido madurando a golpe de fracasos y ya existe la conciencia, transversal en toda la sociedad, de que el progreso del país está asociado a reglas del juego claras y precisas que valgan para todos y que estén por encima de todos en el único sentido de que nadie esté por encima de ellas.

El proyecto Consenso Constitucional, impulsado por diversas organizaciones de la sociedad civil y política independiente, surgió de esta conciencia. Para él lo esencial es definir el qué antes del quién y devolver la soberanía a sus únicos titulares legítimos: los ciudadanos. Un país próspero y sostenible solo puede crecer dentro de reglas claras. En esta dirección se mueven también las propuestas del proyecto Cuba Posible y del proyecto Convivencia.

Del mismo modo lo hace el proyecto #Otro18, que especifica y busca el rescate de la soberanía a través de propuestas cívicas para una nueva ley electoral que garantice la participación plural y sin mediaciones no electivas de todos los ciudadanos cubanos, dejando atrás al único sujeto político reconocido y legitimado por el poder: el revolucionario.

En esta dirección son importantes reformas constitucionales clave de, al menos, cuatro artículos de la Constitución

En esta dirección son importantes reformas constitucionales clave de, al menos, cuatro artículos de la Constitución. Estos son: el Artículo 3, que tiene que ver con el ejercicio de la soberanía y en el cual, por esas derivaciones involuntarias de la retórica popular, se reconoce que el pueblo puede ejercer directamente el poder político; el Artículo 5, que otorga superioridad hegemónica e implícita al Partido Comunista, cuya reforma se extendería al Artículo 62, concebido para limitar el ejercicio de las pocas libertades reconocidas a los ciudadanos; y el Artículo 137, que delimita claramente a los sujetos de derecho con capacidad para reformar la Constitución, sustrayéndole a los ciudadanos dicha capacidad. Estos artículos constitucionales en su conjunto proporcionan el típico blindaje del Estado frente a la sociedad y a la ciudadanía, y revelan las distorsiones conceptuales en la naturaleza contractual que están en los orígenes y fundamentos del derecho constitucional.

El Gobierno cubano se ha dado cuenta de que es necesaria una reforma constitucional profunda. Lo ha planteado en varias ocasiones lo ha planteado al tiempo que dice trabajar, está claro que de espaldas a la ciudadanía, en una propuesta de nueva ley electoral.

Desafortunadamente, 40 años después, prevalece el mismo espíritu: el poder intenta una reforma ajustada a su medida sin previa deliberación ciudadana. Una lógica débil para el futuro institucional del país.

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