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La tortura y Donald Trump

Donald J. Trump, presidente de Estados Unidos. (EFE/Michael Reynolds)
Daniel Delisau

31 de enero 2017 - 22:54

Las Palmas de Gran Canaria/Cuando veo noticias relacionadas con el presidente estadounidense Donald Trump y su predilección por la tortura, me acuerdo de cuando jugué a Grand Theft Auto V hace un par de años. El videojuego de la compañía Rockstar Games es una parodia de la sociedad estadounidense -Trump podría formar parte de ese universo virtual-, pero es más conocido por sus altas dosis de violencia explícita, y con razón. En un capítulo del juego se ha de torturar a un hombre para obtener información.

Es relativamente fácil evitar sentirse mal en esa escena de tortura. Por un lado, no hay otra manera de avanzar en la historia del juego que torturar al hombre que está atado en la silla; por otro, recibimos órdenes por parte del FBI -reflejo de las torturas cometidas por la CIA durante la administración Bush-, que presiona y amenaza a nuestro personaje si no hacemos lo que se nos pide. Siempre es más llevadero hacer las cosas si a uno no le queda más remedio y, además, se lo ordenan.

Aún así, recuerdo que pasé un mal rato al tener que electrocutar a un hombre. También tuve que arrancar dientes, fracturar huesos y practicar un ahogamiento simulado (el conocido waterboarding que le gustaría reimplantar a Trump). Al final, Trevor -el personaje psicópata que encarnamos en la historia- libera a la víctima, y dice: "la tortura está hecha para el torturador o para la persona que le da las órdenes al torturador. Se tortura por diversión [...]. Es inútil como método para obtener información".

Junto a la tortura que se practica por placer o para obtener información, se encuentra aquella que se perpetra para confirmar la propia visión de la realidad, que no presta atención a los hechos

Trump no es un torturador. Tampoco es el que da las órdenes personalmente de que se torture o no a alguien. Su situación es mucho más delicada: tiene la posibilidad de que los otros dos tipos de personas actúen o no, y pretende hacerlos actuar. Es por eso que su rol actual es mucho peor, y más despreciable, que los otros dos. También es mucho más peligroso. Si algo diferenció las torturas a presos sospechosos de terrorismo durante la administración Bush, es que detrás de estas parecía existir una intención sincera -equivocada, pero sincera- de obtener información mediante ese método, basado en informes de inteligencia militar, para acabar con el terrorismo.

Donald Trump, en cambio, no es amigo de los hechos. Es más, su gabinete los niega y propone "hechos alternativos" para analizar la realidad. Esto nos lleva a un tercer tipo de tortura. Junto a la que se practica por placer o para obtener información, se encuentra aquella que se perpetra para confirmar la propia visión de la realidad, que no presta atención a los hechos. La Inquisición, que veía brujas por todos lados cuando la realidad chocaba con su doctrina, practicaba este tipo de tortura; el estalinismo en la Unión Soviética, que veía enemigos y saboteadores de la revolución en sus propios errores y disparates, también.

Son sólo dos ejemplos, y muchas veces los tres tipos de tortura se entremezclan. Hacen falta personas enfermas que disfruten al realizar un acto así de horrible, cargos medios que lo administren y una figura que lo permita. Siempre ha existido la tortura, pero puede que un buen medidor para saber en qué sistema político se vive consista en ver hasta qué punto se espolea, fomenta y admite, y para qué fin. Del "mal necesario" y cargado de eufemismos que supuso la tortura entre 2001 y 2008 en la lucha contra el terrorismo, se ha pasado a admitir abiertamente, en palabras del propio Trump, que la tortura funciona y el waterboarding no es suficientemente duro.

La manera utilitarista con que parte de la prensa ha abordado la idoneidad de la tortura es propia de su carácter pragmático, pero la sitúa al mismo nivel que la tesis de Trump

Desgraciadamente la prensa -especialmente la prensa anglosajona-, no está combatiendo con efectividad suficiente esta corriente que admite la tortura de manera tan políticamente abierta. "¿Funciona la tortura y vale la pena?", era el titular de un reportaje publicado en el periódico británico The Guardian el pasado 26 de enero. Aunque no sea su intención, parece querer afirmar que la tortura valdría la pena si fuese útil. Hay ejemplos parecidos en medios estadounidenses como la CNN.

La manera utilitarista con que parte de la prensa ha abordado la idoneidad de la tortura es propia de su carácter pragmático, pero la sitúa al mismo nivel que la tesis de Trump. Al cuestionarse simplemente si esta práctica es o no funcional parecen dejar de lado otros planteamientos de carácter ético, donde la postura del presidente estadounidense sería indefendible.

Preguntarse por la utilidad de la tortura significa darle la posibilidad a Trump de hacer demagogia y decir que sí es útil. La tortura no funciona. Se sabe desde hace mucho tiempo que no y ya ni siquiera la pregunta sobre su conveniencia tiene sentido. Los derechos humanos, en cambio, son innegociables. Aceptarlo es negar la tortura, y viceversa.

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