Espías, escritores y escribanos
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'El libro de los escribanos cubanos', editado en 1982, es el testimonio de un oficio y de una cotidianidad
Salamanca/Ninguna historia del arte menciona los signos de los escribanos cubanos. La historia de la literatura tampoco tiene nada que decir sobre ellos. Huérfanos, a medio camino entre la caligrafía y la emblemática, solo conozco un libro que recopila estas marcas, pero ese libro no está disponible en las librerías desde hace 40 años y solo unas pocas bibliotecas conservan algún ejemplar.
El libro de los escribanos cubanos fue editado en 1982, con tapa dura de color añil y láminas o reconstrucciones de cada signo. Es un volumen raro, no solo por la minuciosa investigación de César García del Pino y Alicia Melis Cappa, que recorrieron durante décadas los archivos de la Isla –civiles y eclesiásticos–, sino por lo lujoso de su encuadernación. Los 80 fueron una época de oro en la imprenta cubana gracias al subsidio soviético, y si el autor era un predilecto del régimen podía aspirar a una tirada ostentosa.
García del Pino, un hombre absolutamente leal a Fidel Castro, vivió de 1921 a 2020. En 1943 ya era miembro de la Sociedad Espeleológica de Cuba y dedicó toda su carrera a la arqueología y al patrimonio naval. También fue diplomático, y en una larga entrevista –también desaparecida de las librerías– explicaba sus aventuras a lo Richard Sorge por embajadas de la Isla en todo el mundo. Se expresaba en español, inglés, francés, italiano y portugués. Estaba en Naciones Unidas cuando la invasión a Bahía de Cochinos y fue de los pocos científicos a los que Castro permitió sumergirse en el litoral cubano en busca de tesoros hundidos.
En una obra tan vasta –aunque muy poco leída–, dedicada sobre todo a los siglos XVII y XVIII, el libro de García del Pino sobre los escribanos resulta casi un subproducto de su investigación. Sin embargo, es su trabajo más encantador. Las marcas de los escribanos al pie de cada documento firmado en Cuba son el testimonio de un oficio y de una cotidianidad. Cada uno de esos signos, siempre trazados a mano, encapsulaba la credibilidad del notario.
El signo del escribano equivalía a los actuales cuños. Para hacer difícil cualquier falsificación eran escrupulosamente simétricos y llenos de florituras
El signo del escribano equivalía a los actuales cuños. Para hacer difícil cualquier falsificación eran escrupulosamente simétricos y llenos de florituras. Un experto de Bayamo podía reconocer el trabajo de su colega en Remedios, y como no había muchos escribanos en Cuba era muy engorroso imitar su pulso y estilo.
Según García del Pino y Melis Cappa, era un oficio típicamente judío. La propia figura delata a veces al autor como converso o criptojudío, porque a menudo recuerda a símbolos cabalísticos. Unos escribanos prefirieron el estilo geométrico, con ángulos pronunciados y estructura cruciforme; otros, las florituras caligráficas, muy difíciles de imitar y parecidas a la letra de cada notario. Estos últimos podían ser asimétricos o arracimados, desprendiéndose del propio texto a través de ceremoniosas curvas. Los geométricos podía haberlos en espiral o incluso esvásticas, que para los aborígenes cubanos era un emblema del huracán. Algo de cifra mágica había también en cada diseño.
La ley española, desde las famosas Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, ordenaba que el escribano fuera cristiano viejo y leal al rey, que fuera un hombre de buena fama y capaz de traspasar sus secretos profesionales al hijo. Tenía que ser un personaje respetado en la villa, porque de él dependía la credibilidad de pactos y negocios, y si de algún modo infringía su código se le cercenaba el instrumento de trabajo: la mano.
Junto con Colón llegó el primer escribano a Cuba en 1492, un segoviano. Se llamaba Rodrigo de Escobedo y fue quien escribió el acta del Descubrimiento, el 12 de octubre. También estuvo entre los primeros náufragos, cuando la nao Santa María fue despedazada y convertida en el Fuerte Natividad, en La Española. Al volver Colón al Caribe en su segundo viaje, se encontró la fortaleza destruida y a todos sus habitantes, incluyendo a Escobedo, masacrados.
También fue escribano Silvestre de Balboa, y su firma es una de las joyas del libro de García del Pino
También fue escribano Silvestre de Balboa, y su firma es una de las joyas del libro de García del Pino. Por alguna razón –la vida del autor de Espejo de paciencia está llena de episodios turbios– se le negó en 1602 la posibilidad de seguir ejerciendo su oficio en Puerto Príncipe. Si no recuerdo mal, su marca era cruciforme y con círculos, muy sencilla.
En La Habana, la calle de los Oficios bullía de escribanos hasta el siglo XIX y quizás un poco del XX. En 1796 se creó el primer colegio de escribanos capitalinos y unas décadas antes, durante la invasión inglesa, los soldados saquearon e incendiaron varias escribanías. Atacaban así el centro de la economía criolla, sobre cuya toma escribió García del Pino otro libro memorable.
El escritor cubano ve en el escribano su antepasado a la cañona. Reinaldo Arenas, en un famoso pasaje de Antes que anochezca, reconcilia de nuevo ambas profesiones, como lo hizo Balboa. A cambio de escribir cartas de amor a las mujeres de los presos analfabetos, le regalaban cigarros. “Monté una especie de escritorio en mi galera y allí acudían todos a que yo les redactara sus cartas”. Lo último que haría Arenas en su vida sería también un acto de escribano: afirmar, y después firmar.