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Un obra dolorosa y conmovedora

María Elena Cruz Varela. (Fuente: Facebook)
Miguel Iturria Savón

18 de octubre 2014 - 07:40

María Elena Cruz Varela fue una poetisa premiada, hostigada y encarcelada en Cuba antes de partir al exilio en España. Tras recibir el Premio de Poesía Julián del Casal en 1989, su voz lírica resonaba en los círculos de escritores hasta que fundó el Grupo Criterio Alternativo, compuesto por intelectuales que difundieron en 1991 su Carta de los Diez, demasiado crítica para ser tolerada por el viejo gobierno de Fidel Castro, quien desató a sus jaurías contra la sensible y atrevida autora de El ángel agotado, Afuera está lloviendo y La voz de Adán y yo.

Y María Elena Cruz Varela fue golpeada y humillada, acorralada en su apartamento de Alamar por vecinos sin pudor, calumniada en la prensa oficial y hasta en el Noticiero Nacional de la Televisión, donde Carlos Aldana –ideólogo del Politburó Comunista– exigió a los creadores "ser oficialistas" y distanciarse de esa "escritora casi desconocida que padece de neurosis histérica y de dudosa conducta moral..." En su caso, dos años en prisión y una campaña internacional por su liberación fue la antesala de décadas de exilio.

No la recuerdo ahora por aquellos versos suyos que leíamos en los años noventa, ni por sus numerosos artículos y conferencias en España y otros países que premiaron sus poesía y su tenaz defensa de los Derechos Humanos en el gran cortijo caribeño, sino por Dios en las cárceles de Cuba, un libro de testimonios novelados que recupera con desgarro y soplo poético la memoria de las mujeres que padecieron el presidio político en Cuba.

Dolorosa y conmovedora es esta obra armada con historias reales de mujeres encarceladas entre 1960 y 1994 en aquella isla infernal que aún fascina a millones de borregos ideológicos. Un libro de peso no encerrado en el testimonio de las protagonistas ni por la angustia de la autora como prisionera política, quien sustituye los nombres y apellidos por las letras iniciales para atenuar humillaciones y distanciarse del desgarramiento propio, aunque revive a Ana Losada Ramírez, hilo conductor de la primera parte del libro, cita a las protagonistas de historias pospuestas, a sus compañeras de sombras e incertidumbres "como única certeza" y aquellas que enlazan el discurso narrativo: la monja misionera Sor Ada, la atea Juana ("guajira del Escambray"), Mundita –abogada asesinada por defender a prisioneros políticos– y sus antípodas: la fiscal castrense Eulalia Perdigón y la oficial Migdalia Fragoso.

Historias reales de mujeres encarceladas en aquella isla infernal que aún fascina a millones de borregos ideológicos

Los versos de La Divina Comedia de Dante Alighieri vislumbran el espíritu de este libro dividido en dos partes: Dios en las cárceles de Cuba y Hay en mi corazón luces y sombras. "Por mi se llega a la ciudad doliente, /...al llanto duradero, /...a la perdida gente. / Me hizo mi alto hacedor por justiciero: / el divino poder me dio semblanza, / la suma ciencia y el amor primero. / Nada hay creado que en edad me alcanza, / no siento eterno, y yo eterno duro. / ¡Perded cuantos entráis toda esperanza!"

Pero la evidente pérdida de toda esperanza de las prisioneras políticas no excluye la fe religiosa que sostuvo a la mayoría de ellas en su tránsito personal por el infierno, expuesto con elegancia y claridad, sin adjetivos baldíos para "domesticar el miedo" ni "embellecer" hechos que laceran la sensibilidad humana, lo cual condujo a la autora a "crear un sosias, una cómplice que cargara con la mitad de mi dolor, de mis aciertos y equivocaciones".

En la Carta al lector, Cruz Varela advierte: "Todo está demasiado cerca... y no logro despojarme del pudor que siento...", por lo que –"A la manera borgiana"– cree estar "desgarrada hasta el escándalo por sucesivas y contrarias lealtades", y encontrarse "con la trampa del libre albedrío y dos caminos a escoger: callar... y fingir, como si nada hubiera sucedido, o contarlo casi todo, liberándome... del lastre y asumiendo los versos del poeta cubano Eliseo Diego: "No es por azar que nacemos en un sitio y no en otro, sino para dar testimonio".

Certezas y contradicciones anidan en este libro que abona la tradición de testimonios, memorias y biografías de personajes encarcelados como el comandante Huber Matos, autor de Cómo llegó la noche, o Armando Valladares –Contra toda esperanza–, quienes "testificaron en negro sobre blanco" ese mundo de silencio y crueldad que representó para ellos la cárcel en las primeras décadas del castrismo.

Sin embargo, Dios en las cárceles de Cuba coincide y difiere de los autores citados. Coincide pues testimonia y certifica la barbarie como norma y la estrategia del régimen para despersonalizar a los disidentes. Difiere porque presenta de manera coral la cálida fragilidad "de las mujeres que lo arriesgaron todo, desde su corazón hasta la libertad" en medio de "la lógica embriaguez internacional que produjo... la revolución cubana".

Testimonia y certifica la barbarie como norma y la estrategia del régimen para despersonalizar a los disidentes

Como aclara Cruz Varela, estas páginas no abarcan todos los matices de cada vida, sino "la principal circunstancia que torció sus destinos" y "una tímida y humana necesidad de comunicación, un contar a modo de exorcismo liberador", sin "rencor ni revanchismo en ninguna de nosotras".

Y por eso fluye, duele, conmueve y nos exalta esta novela testimonial de 267 páginas que engancha al lector a los procesos sumarios, "el ruido de las rejas", los tensos diálogos entre prisioneras y guardianes que "desordenan el ritmo del corazón", la arrogancia del director del penal, los monólogos con Dios, las golpizas, los reglamentos esperpénticos, el castigo por organizar sesiones religiosas y denunciar al exterior lo que sucede adentro, la diatriba revolucionaria que calca el lenguaje del poder, la humillación individual y colectiva, las celdas de castigo con sus ratas, humedad y camas de piedra, los suicidios, "las voces de las sin cara que reparten la pitanza", el ambiente sofocante y amenazador, el uso de las presas comunes contra las políticas, las cartas clandestinas, los recuerdos familiares, "la tortura blanca" en Villa Marista y en el Hospital Militar de Marianao, el consuelo de la evasión, la lascivia y algunas relaciones homoeróticas...

En Dios en las cárceles de Cuba se agradece la selección del material novelado, la síntesis y la tensión concentrada, los momentos de introspección, la fuerza de los personajes principales que enfrentan la rutina del desastre sin alardes de heroísmo, el desenfado y la concisión al narrar las miserias propias y ajenas, el trabajo forzado, "el corredor de los muertos", el equipaje de dolor de las suicidas, el olor del miedo que paraliza y distancia a amigos y parientes, la diversión de los verdugos, la solidaridad en la miseria y el magistral manejo de la jerga callejera en la segunda parte de la obra, donde coinciden prisioneras políticas –Tatiana López Riera, Virginia Cuevas Vázquez y Beneranda Curbelo Santamaría– con presas comunes caladas por el virus social y "enfermas de dudas y desconfianza", como la pedagoga Glenda, la joven prostituta Yaremi, las lesbianas Deysi, Marlen y Viviam y las negras que celebran tras las rejas los rituales sincréticos de los dioses del Panteón Yoruba de Cuba, tolerados por las autoridades penales.

Dios en las cárceles de Cuba es, en fin, un fragmento literario del horror enmascarado tras la desinformación y el miedo como estrategia de dominación. Un manto de la memoria, restos del naufragio totalitario.

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