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Madeleine Albright dijo "no" a Václav Havel para ser presidenta de la República Checa

En 2017 Mario Félix Lleonart vivió una experiencia de lujo: conversar con la primera mujer que llegó a ser secretaria de Estado en EE UU

Madeleine Albright con el autor de la entrevista, el 18 de febrero de 2020 en Washington, en un acto en honor al ex presidente checo Václav Havel, fallecido en 2011. (Mario Félix Lleonart)
Mario Félix Lleonart

24 de marzo 2022 - 11:50

Washington/El 16 de mayo de 2017 viví una experiencia de lujo. Fui invitado por la Embajada de República Checa en Washington a una cena de gala en honor del ochenta cumpleaños de Madeleine Albright. Acudí con diez preguntas para ella. Como en un sueño, y hasta de manos tomadas, tuve la oportunidad de conversar con quien fuera la primera mujer que llegó a ser secretaria de Estado en EE UU.

Pregunta. Muchos la consideraron como la mujer más poderosa de EE UU. En sus años de niñez y juventud, ¿podía llegar a imaginarlo?

Respuesta. La idea de que una hija de Checoslovaquia, nacida poco antes del estallido de la guerra mundial, se convirtiera un día en la primera mujer que desempeñara el cargo de secretaria de Estado de Estados Unidos era inimaginable. Es casi inconcebible que alguien que no haya ocupado un cargo gubernamental hasta los 39 años y sea madre de tres hijos llegue a convertirse en la mujer de más alto rango en la historia de Estados Unidos. Bien entrada en la edad adulta, nunca imaginé lo que llegaría a ser. Pero si bien empecé tarde, también es cierto que me apresuré a ponerme al día. Cuando me nombraron secretaria de Estado, algunos dijeron que había maquinado durante toda mi vida adulta para conseguir ese cargo. No es así. La mayor parte del tiempo ni siquiera podría haberlo imaginado.

P. Mirando atrás en su propia vida tan apasionada, ¿cuáles calificaría como sus experiencias más significativas?

R. Mi experiencia más dichosa fue el matrimonio y la formación de una familia. La más dolorosa, el divorcio y encontrar el camino para seguir adelante y en ascenso. La más asombrosa, enterarme de mi origen judío. La más triste, descubrir que tres de mis abuelos habían muerto en campos de concentración.

P. Usted llegó a Estados Unidos como refugiada el 11 de noviembre de 1948 a bordo del transatlántico SS America con apenas once años, ¿qué puede decirnos de esos años posteriores a su arribo a este país cuando apenas era una adolescente?

R. Era día del Armisticio, entramos en la bahía de Nueva York. Ahí estaba la Estatua de la Libertad. Cogí a mi hermana de la mano y fijé los ojos deslumbrados en esa figura que nos daba la bienvenida. Doce años después, era ciudadana de ese país. Había hecho un magnífico círculo de amigos. Me había graduado con altas calificaciones en una universidad de primera categoría, especializada en formar mujeres con capacidad de liderazgo. Me había casado con un príncipe estadounidense a quien adoraba y me quería. Me había probado el zapato de cristal y me calzaba a la perfección. En el cuento de hadas ahí termina la historia. En la vida real, no era más que el principio de un nuevo capítulo.

En los días negros pensaba: ¿por qué estamos aquí discutiendo de comas cuando la gente se está muriendo? Como los acontecimientos probarían, ambas sensaciones estaban basadas en la realidad

P. ¿De dónde le nace esa doble pasión por la política exterior y la política en general? y ¿Cómo consiguió escalar tan alto en esas áreas siendo mujer?

R. Si para muchas personas la diplomacia y la política exterior son intereses adquiridos, yo las llevo en la sangre. Mi padre fue diplomático y también profesor. Y desde la infancia fui su discípula más ávida. Mi padre me hablaba de historia y política exterior cada vez que tenía ocasión, y sus convicciones se hicieron mías. Las mujeres a las que admiraba eran excepcionales en el más amplio sentido de la palabra; no podía esperar seguirlas. Eleanor Roosevelt había hecho una obra monumental cuando redactó el borrador de la Declaración Universal de Derechos Humanos, pero era la mujer del presidente. Indira Gandhi fue la primera mujer hindú que llegó a primera ministra, pero era hija de un primer ministro. Golda Meir –maestra de escuela en Estados Unidos– tuvo que trasladarse a Israel antes de que la considerasen una líder en potencia. Como es natural, yo no me proponía ser presidenta ni primera ministra, sólo buscaba un trabajo interesante y era ideal que fuera en política exterior. Pero no había muchas mujeres en cargos relacionados con la política exterior. De manera que no tenía ningún camino particular en la cabeza, aunque sí quería hacer algo. Trabajé en mi doctorado y aproveché cualquier ocasión que surgió para desarrollar tanto mis credenciales como mis contactos.

P. Antes de ser secretaria de Estado de Estados Unidos, realizó una labor muy exitosa como embajadora de ese país ante la ONU. ¿Qué puede decirnos acerca de esa experiencia tan importante?

R. A lo largo de mis años en la ONU tuve dos sensaciones contradictorias. En momentos de optimismo pensaba: ¿no es extraordinario que el Consejo de Seguridad esté luchando activamente para paliar sufrimientos y poner fin a conflictos –algunos de los cuales ni siquiera son internacionales sino internos– en rincones remotos del globo? En los días negros pensaba: ¿por qué estamos aquí discutiendo de comas cuando la gente se está muriendo? Como los acontecimientos probarían, ambas sensaciones estaban basadas en la realidad.

P. Usted ha sido testigo y a la vez protagonista de muchos acontecimientos históricos trascendentales, los finales de la década de los ochenta fueron preámbulo de sus funciones tan importantes en los noventa. Cuando sobrevino la caída del Muro de Berlín, en 1989 –muchos de nosotros todavía no habíamos nacido–, algunos se apresuraron a declarar que el fin de la historia había llegado. ¿Usted lo creyó?

R. La rivalidad entre las dos superpotencias parecía superada, pero difícilmente podía ser ese el final de la historia. Ya asomaban nuevas amenazas... Sorprendí a mis alumnos cuando les predije que el mundo nuevo podría ser aún más peligroso que el anterior. Desgraciadamente, el mundo posterior a la Guerra Fría nació con una personalidad escindida. Terminada la Guerra Fría, la partida de la diplomacia mundial ya no fue –como había sido durante casi toda mi vida adulta– cuestión de dos bandos en competencia directa: uno de los buenos y otro de los malos. Ahora había mucho más de dos equipos. Las indumentarias se confundían; el marcador se desbarajustaba; los espectadores –la sociedad civil– habían bajado al campo de juego...

Surgen indecibles tragedias cuando los países grandes apaciguan el mal, toman decisiones pasando por encima de potencias menores y no prestan atención a lo que está ocurriendo en sitios remotos

P. ¿Qué idea le movía en las firmes y difíciles posturas que debió tomar tanto en la ONU como después en la Secretaría de Estado de EE UU respecto a tantos conflictos en lugares distantes del planeta en los que fueron necesarias intervenciones internacionales?

R. Surgen indecibles tragedias cuando los países grandes apaciguan el mal, toman decisiones pasando por encima de potencias menores y no prestan atención a lo que está ocurriendo en sitios remotos. En 1938, Neville Chamberlain reveló cuál era la idea que prevaleció en el pacto de Múnich, que dio luz verde a Hitler para apoderarse de Checoslovaquia: "Qué horrendo, descabellado e increíble sería que estuviéramos cavando trincheras y probándonos máscaras antigás por riñas en un país remoto entre pueblos de quienes no sabemos nada". Declaró enfáticamente que el pacto de Múnich "aseguraría la paz en nuestra era". Esas seis palabras y el paraguas negro que Chamberlain llevaba siempre consigo han quedado fijados en la Historia como símbolos vergonzosos del apaciguamiento. El día de año nuevo de 1996 –pocas semanas después de firmarse los Acuerdos de Dayton– tropecé con un artículo del New York Times que aclaraba en gran parte en qué habían consistido nuestros esfuerzos. Ponía de manifiesto lo que yo llamo "la idea de Bosnia", la simple premisa de que toda persona tiene su valor y de que un vecino no debe mirar a otro como serbio, croata o musulmán, sino simplemente como vecino.

P. ¿Cómo ha sido su vida desde el 19 de enero de 2001 luego del término de sus cargos públicos? ¿Su rostro sigue siendo tan familiar para todos como lo fuera en aquellos años en que muchos la consideraron la mujer más poderosa de EE UU?

R. Mientras estuve en el Gobierno me enteré de la potencia de mi voz. Una vez fuera de él, he encontrado una voz nueva, basada en la profundidad de mi experiencia y mi constante sentido de la responsabilidad para aportar lo que pueda a mis alumnos y a ampliar el debate sobre la dirección de la política de Estados Unidos. De diversas maneras las dos cosas se engarzan bien: sigo trabajando por impulsar la democracia, abrir mercados e imponer el imperio de la ley. Me reconocen en casi todos los sitios adonde voy, aunque no siempre aciertan. Una mujer me confundió con la ex secretaria de Estado de Florida, Katherine Harris; en Colorado, un grupo de gente se puso contentísimo por haber tropezado con "Margaret Thatcher"...

Por serio que se haya puesto el mundo, sigo creyendo en un lugar llamado Smíchov

P. Sus gestiones públicas en EE UU fueron trascendentales y nadie duda de su liderazgo mundial pero usted es tan checa como estadounidense. ¿Consideró alguna vez la posibilidad de ejercer algún tipo de liderazgo en su propia tierra de origen?

R. Algo que me provocó sentimientos contradictorios –pero de lo que realmente no me arrepiento– es haber dicho no a Václav Havel cuando sugirió que intentara sucederle como presidenta de la República Checa. Me sentí increíblemente honrada, y la idea de vivir en el Castillo de Praga tenía sin duda el atractivo de un cuento de hadas. Pero le dije a Havel que el pueblo checo debía ser gobernado por alguien que hubiera vivido entre ellos las décadas anteriores y que, desde luego, hacía mucho tiempo que yo me había convertido en estadounidense.

P. Vivimos tiempos difíciles, en los cuales sus preocupaciones respecto a que el mundo actual podría tornarse aún más peligroso que como lo fuera durante la época de la guerra fría son una realidad. A pesar de esto, ¿tiene alguna palabra de esperanza para nosotros?

R. Tenía once años cuando llegué a Estados Unidos desde un barrio de Praga llamado Smíchov que, casualmente, en checo significa "risa". Por serio que se haya puesto el mundo, sigo creyendo en un lugar llamado Smíchov.

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Nota de la Redacción: Esta entrevista fue publicada originalmente por el autor en su libro Doce entrevistas para Nota del Cielo (Neo Club Ediciones).

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