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Un alienígena condecorado

Naufragios

Muertos Javier Marías y Vargas Llosa, Eduardo Mendoza es el único escritor titánico que le queda al español

Fotograma de 'Naked Lunch' (1991), el filme de David Cronenberg basado en la novela de William Burroughs.
Xavier Carbonell

18 de mayo 2025 - 07:57

Salamanca/A Eduardo Mendoza lo conocían en Santa Clara no más de cinco lectores. Había un bando que veneraba a Mendoza o Javier Marías o Juan Benet, y otro para el cual la literatura española empezaba con Cervantes y moría con Lorca. Los segundos son legión. Pese a todo, si tuviera que elegir una literatura nacional, jamás me quedaría con la española. Sufre un acartonamiento esencial, que demuestra que ninguno de sus escritores –a diferencia de los ingleses o los alemanes, o cualquier latinoamericano– leyó realmente Don Quijote ni se apartó del cardumen. Pero Mendoza sí entendió a Cervantes, aprendió de él y les enseñó a los escritores jóvenes que se puede escribir en español sin ser barroco. 

Mendoza acaba de ganar el Princesa de Asturias, un premio que pensé que tenía. Eso no cambia nada, pero es buena noticia para sus editores –que podrán subirle el precio a sus libros– y para los lectores nostálgicos como yo, para quien Mendoza fue tema de conversación, pretexto para el café y ahora una contraseña de juventud. 

En la Universidad Central teníamos un profesor de literatura española que consideraba a Mendoza y familia como bisutería, novela humorística, que era lo mismo que decir novela menor. Nadie quería que los jovencitos de una dictadura en decadencia leyeran a los jovencitos del decadente franquismo. Los paralelismos, las técnicas para esquivar chivatos, el horror al mundo militar o a la Policía eran demasiado parecidos. Franquismo y castrismo, dos religiones gallegas, riman. 

En la Universidad Central teníamos un profesor de literatura española que consideraba a Mendoza y familia como bisutería

Así que aquel maestro almibarado y lento como una película rusa se negaba a enseñar a Mendoza, sus monjas libidinosas, sus criptas embrujadas, sus locos lúcidos, su historia universal retorcida y alienígena. Hay que felicitarlo, porque gracias a su sospechoso silencio empecé a leer a Mendoza, Marías, Benet, Savater y –Dios me perdone por incluirlo en esta lista– un poquito de Javier Cercas (a Pérez-Reverte, despreciado por los cultos, lo leo desde niño y sin vergüenza). Quien inspeccione mi librero sabrá que Marías ha sido mi preferido, pero a Mendoza acudo siempre con una sonrisa en la cara.

Nuestro primer encuentro fue cataclísmico: El asombroso viaje de Pomponio Flato. Yo estaba en pleno fanatismo con el latín –de alguna manera lo sigo estando– y las aventuras de este sabio romano en Nazaret, donde debe resolver la muerte de un ricachón aparentemente asesinado por San José, me parecía la novela más divertida del mundo.

Para escribir 190 páginas, Mendoza había devorado los evangelios apócrifos, los relatos de la infancia de Jesús –que, maldito en el sentido criollo del término, es el Watson de Pomponio–, la Biblia, la Historia Natural de Plinio y todas las crónicas imperiales. Fue una lección borgeana: para lograr la sencillez máxima hay que leerlo todo y no dejarse contaminar por nada. O dejarse contaminar, pero no en el idioma ni en la técnica. Ser parco, moderado, darse a entender. Y si se puede joder –se decía que Pomponio era una risotada contra El Código Da Vinci–, joder.

Después leí Sin noticias de Gurb, que Mendoza escribió durante los Juegos Olímpicos de Barcelona. El viaje de un alienígena con tendencias al travestismo que aterriza en los trepidantes años 90 españoles. Es la propia mirada de Mendoza, que observa a un país ebrio de modernidad, loco por entrar al mundo real después de varias décadas de dictadura o rezagos de dictadura, que es como ver el futuro de Cuba dentro de veinte o treinta años. Quién sabe. La extrañeza de quien se va y vuelve, y ya no entiende el país en que nació. 

La extrañeza de quien se va y vuelve, y ya no entiende el país en que nació

Mendoza se había ido de España en 1973 rumbo a Nueva York. Esa distancia con sus orígenes moldeó su escritura y lo puso en contacto con la mejor literatura de aprendizaje que existe, la estadounidense. El contacto con el inglés ha sido tan beneficioso para la novela en español, que uno tiembla al pensar que sería de Borges sin Kipling, de García Márquez sin Faulkner o de Piglia sin Hammett. Mendoza escribe de pie –como Hemingway– en un pequeño ambón con gavetas que parece un mueble litúrgico, y dice que eso lo mantiene en forma.

Casi toda su obra se alimenta de la perplejidad de volver a España y a su idioma, y explorar, como el detective sin nombre de El misterio de la cripta embrujada, un país irreconocible. Es el precio o la bendición de exiliarse. Muertos Javier Marías y Vargas Llosa, Eduardo Mendoza es el único escritor titánico que le queda al español. Se lo merece todo. Hace pocos días emití ese juicio descuidado y alegre, y enseguida le dieron el Princesa de Asturias. No quisiera atribuirme ningún poder metafísico, pero ahí está la evidencia.

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