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El recelo castrista con los políticos de La Habana

Cajón de sastre

Los hermanos Castro consolidaron su poder mediante purgas que eliminaron a figuras clave de la Revolución, muchas de ellas nacidas en la capital

Fidel Castro entrando a La Habana en 1959, flanqueado por Camilo Cienfuegos y Huber Matos. / Venceremos
Rafael Bordao

12 de noviembre 2025 - 07:45

Miami/Llama la atención el hecho de que, durante los últimos 73 años, los principales jefes de Gobierno en Cuba han compartido un origen común: el rural. Desde Batista, Fidel y Raúl, nacidos en la provincia de Holguín, una zona agrícola del oriente cubano, hasta Miguel Díaz-Canel, proveniente también de provincia fuera de la capital, el liderazgo político ha estado marcado por figuras formadas en entornos alejados del cosmopolitismo habanero. Esta raíz campesina influyó profundamente en la visión del país que impulsaron, privilegiando una narrativa revolucionaria centrada en el campo, la lucha contra el elitismo urbano y la redistribución de la riqueza, aunque muchas veces con consecuencias contradictorias y catastróficas. 

Cuando Fidel Castro tomó el poder en 1959, una parte considerable de la población capitalina –especialmente de clases medias y altas– emigró hacia el exilio, principalmente a Florida. En su lugar, La Habana fue repoblada por campesinos traídos desde el interior del país, muchos de los cuales fueron alojados en las antiguas mansiones confiscadas a la burguesía. Este traslado forzado generó un choque cultural: los nuevos habitantes, ajenos a los códigos de la vida urbana, se sentían incómodos en espacios que no comprendían del todo, algunos ni siquiera sabían para qué servía un bidé. La revolución, al apropiarse de propiedades sin compensación, desató una ola de resentimientos y desajustes sociales. El país, en su intento por reinventarse, vio cómo se desarticulaban sus estructuras tradicionales, dando paso a un caos que, para muchos, fue tanto castigo como consecuencia de una venganza histórica.

La historia del régimen castrista está marcada por una liturgia de silencios y defenestraciones

Los hermanos Castro consolidaron su poder mediante una serie de purgas políticas que eliminaron sistemáticamente a figuras clave de la Revolución, muchas de ellas nacidas en La Habana, como Ricardo Alarcón de Quesada con potencial para sucederlos. La historia del régimen castrista está marcada por una liturgia de silencios y defenestraciones. Desde la destitución del presidente Manuel Urrutia en julio de 1959, la desaparición misteriosa de Camilo Cienfuegos y el arresto arbitrario del comandante Huber Matos, los Castro iniciaron una estrategia de control absoluto, que implicó la marginación de compañeros revolucionarios que representaban una amenaza al liderazgo unipersonal. A lo largo de las décadas, dirigentes como Carlos Lage, Felipe Pérez Roque y José Abrantes (todos habaneros) y Carlos Aldana fueron apartados del poder sin explicaciones públicas creíbles, víctimas de un sistema que castiga la autonomía y la popularidad. Incluso Eusebio Leal Spengler, el culto y venerado historiador de La Habana, fue relegado discretamente, y aunque murió –según dijeron las autoridades– de una penosa enfermedad, su fe católica y su visión cosmopolita y cultural del país, no sólo contrastaba con la terquedad castrense del castrismo, sino que lo alejaban del dogma socialista, lo que probablemente impidió que ascendiera a posiciones de mayor influencia.

Estas purgas no solo respondieron a errores políticos, sino a una lógica de desconfianza estructural. El poder en Cuba no se comparte: se hereda, se vigila y se purifica. La caída de cada figura (la más reciente es la del economista Alejandro Gil Fernández) se acompaña de un elogio que suena a epitafio, y el silencio que sigue es tan elocuente como la acusación. En este contexto, la Revolución se convirtió en un espacio cerrado, donde la lealtad absoluta al liderazgo castrista es la única garantía de permanencia.

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