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El viaje ideológico de un judío estalinista

Rosa Pascual

11 de marzo 2017 - 14:32

Madrid/“Quiero agarrar a C. Allen por el cuello y darle un puñetazo. Quiero gritarle por idiota. Quiero decirle que ha mancillado el recuerdo que yo tenía de mi abuelo. Pero a C. Allen no hay dónde encontrarlo”. La rabia de Sasha Abramsky se dirige hacia el autor del obituario La deuda de los judíos con Iósif Stalin, escrito bajo seudónimo por su querido abuelo, Chimen Abramsky, uno de los expertos en historia del marxismo y del judaísmo más importantes del siglo XX y cuya biografía firma su nieto en La casa de los veinte mil libros.

El periodista estadounidense Sasha Abramsky ha dedicado buena parte de su vida a escribir esta historia que trasciende la biografía de su abuelo para convertirse en el fresco de un árbol genealógico propio que hunde sus raíces en la historia de Europa y occidente a lo largo de varios siglos. Es una historia de amor a los libros, a su cultura (la judía) y a sus abuelos, amigos íntimos de toda la clase intelectual de izquierdas europea que creyó en un sueño utópico que se reveló como un monstruo.

Es difícil definir con exactitud la profesión de Chimen Abramsky, oficialmente profesor emérito de estudios judíos en el University College London, pero fue sobre todo un bibliófilo apasionado que dedicó su vida a la palabra escrita hasta el punto de atesorar una colección personal que invadía literalmente su hogar, el número 5 de la calle Hillway. Esa casa y sus libros se funden de tal manera con la vida de Chimen que su nieto rehuye de contar su historia de forma cronológica y lo hace recorriendo cada habitación. Sasha Abramsky desnuda la intimidad de su familia a través de los libros del recibidor, del salón o del comedor y descubre así, mientras repasa momentos trascendentales de la historia europea, la evolución personal de su abuelo que pasa de ser ferviente comunista entre los años 40 y 50, a liberal sionista a partir del año 58.

Sasha Abramsky desnuda la intimidad de su familia a través de los libros del recibidor, del salón o del comedor y descubre así la evolución personal de su abuelo que pasa de ser ferviente comunista a liberal sionista

Chimen había nacido en Minsk (Bielorrusia), en 1916, y era el hijo ateo de Yehezkel Abramsky, un influyente rabino ortodoxo en Londres, a donde había llegado en 1931 tras ser liberado en un canje de presos entre Alemania y la URSS. Yehezkel había sido condenado a trabajos forzosos en Siberia por encabezar un movimiento de oposición al Gobierno de la Unión Soviética, al que responsabilizaba de mantener una política antisemita.

“¿Cómo pudieron tantos utópicos acabar apoyando a Stalin y su intolerante y sanguinario proyecto?”, se pregunta el autor cuando recuerda el universalismo, la justicia, la profunda sabiduría presentes en su abuelo y los centenares de amigos ‒Christopher Hill, Eric Hobsbawm, Edward Thompson, E. H. Carr o Isaiah Berlin‒ que pasaban las tardes en el 5 de Hillway.

El icono más palpable de la explicación a esa pregunta presidía la casa. En la curva de las escaleras de acceso a la segunda planta reinaba una enorme reproducción (aunque ínfima respecto al original) del Guernica de Picasso. Miriam Nirenstein (Mimi, abuela de Sasha), contemplaba horrorizada, junto a sus hermanas, a los camisas negras y los avances del nazismo. La destrucción provocada por el bombardeo alemán sobre el pueblo vasco debió ser determinante, pues en 1937 (año de la tragedia), las tres hijas del librero Nirenstein se afiliaron al Partido Comunista de Inglaterra.

Chimen Abramsky se une al Partido en 1941, un año después de su matrimonio con Mimi y cuando la URSS se revela para muchos como única alternativa al nazismo en Europa. Las democracias occidentales, Francia y Reino Unido a la cabeza, habían permanecido en un silencio cómplice con el golpe de Estado que dio lugar a la Guerra Civil Española y con la regresión de la democracia en Alemania tras la victoria de Hitler. Pese a la interesada cooperación inicial entre el canciller del III Reich y el propio Stalin, la URSS acaba convirtiéndose en el enemigo eficaz de Alemania, el único capaz de hacerla retroceder en Europa. Y eso provoca el entusiasmo entre los antifascistas, incapaces de ver entonces la verdadera cara del estalinismo.

“Queriendo cambiar el mundo para mejor, interesados apasionadamente en la condición humana, Chimen y Mimi y tantos de aquellos a los que amaron y respetaron habían pasado años defendiendo un sistema cruel y totalitario. Darse cuenta de eso, creo yo, fue lo más humillante para Chimen”, lamenta Sasha en el capítulo dedicado al salón. Es la parte central del libro, en la que se desvela el desmoronamiento de la fe comunista de Chimen.

Antes de llegar a ese punto el lector ya sabe cómo Abramsky amasó una colección de joyas de la literatura marxista en varios idiomas que abarcan desde las actas del Congreso del PC en la URSS, a textos del Partido Comunista americano o libros con anotaciones de Marx. En los años 50 logró adquirir parte de la biblioteca de Eleanor Marx, hija del filósofo comunista. Chimen estaba obsesionado hasta tal punto, y sus conocimientos en torno a él y su obra eran tales, que su proyecto más ambicioso fue escribir la biografía inglesa de Marx. A ello dedicó varios años de su vida junto a su amigo y futuro editor Henry Collins hasta que éste falleció en 1969, llevándose consigo el empuje que necesitaba la obra.

“¿Cómo pudieron tantos utópicos acabar apoyando a Stalin y su intolerante y sanguinario proyecto?”, se pregunta el autor cuando recuerda el universalismo, la justicia, la profunda sabiduría presentes en su abuelo

El lector sabe también ya que Chimen había escrito textos panfletarios en publicaciones comunistas con varios seudónimos, entre ellos el de C. Allen, con el que redacta el obituario que tanto avergüenza ahora a su nieto y lo avergonzaría a él durante el resto de su vida. “Los judíos progresistas de todo el mundo lloran profundamente la muerte de Iósif Stalin, líder de la humanidad progresista, constructor del socialismo y arquitecto del comunismo…”.

A pesar de consagrarse al marxismo a lo largo de 50 años de su vida, a pesar de su ateísmo, fue en realidad el judaísmo la piedra angular de la existencia de Chimen. La casa de los veinte mil libros no escatima detalles sobre la profunda convicción con que se vivían las festividades religiosas en el 5 de Hillway, cómo Mimi (autoridad absoluta en la cocina, la estancia de la casa que le pertenecía por su dedicación a la gastronomía) preparaba con delicadeza los platos kosher, cómo se seguían los preceptos y los ritos hebreos. Chimen y Mimi no creyeron en Dios, pero su fervor hacia la tradición fue omnipresente en la casa y el lector asiste a una lección magistral de la más vieja de las religiones monoteístas a través de los recuerdos de Sasha.Dos hechos vinculados al judaísmo ejercen de aldabonazo para el cambio de Chimen, uno personal y otro universal. El primero es la muerte de su sobrino pequeño Jonathan en Palestina durante una revuelta, un hecho que sacude por completo a la familia. “¿Cómo encaja la muerte de un niño [...] en una filosofía genérica que enseñaba que, si todo el mundo reconociera la hermandad entre los hombres, el resultado sería una paz universal y eterna?”, se pregunta con decepción.

El segundo hecho es su toma de conciencia progresiva del antisemitismo de Stalin. Del holocausto judío en la URSS da buena cuenta El libro negro, de Vasili Grossman (caído en desgracia, precisamente, por el rechazo de Stalin por los judíos). En el gueto de Minsk, de donde procedía Abramsky, llegaron a vivir más de 70.000 judíos, pero en el año 1941 ya no existía. Aún en 1948, cuando el Jewish Chronicle publicó un artículo que calificaba a Stalin de antijudío, Chimen escribió una carta de protesta. Dos años después de que Jruschov revelara la cara auténtica del estalinismo, Abramsky aún seguía en el partido. La obra de Hyman Levy, Jews and the National Question, en la que se describía con claridad el antisemitismo como problema vigente en la URSS (y por la que Levy fue expulsado del Partido) fue lo que le hizo romper definitivamente con el PC. Era 1958 y se volvió antisoviético, aunque nunca abandonó del todo su fe en las ideas socialistas.

Abramsky falleció en Londres en 2010. Durante la segunda mitad de su vida abrazó una nueva fe: el sionismo. Su biblioteca hebrea comenzó a crecer de forma espectacular (trabajó en la casa de subastas Sotheby’s como asesor de manuscritos) y en 1964 realizó una de las hazañas por las que la comunidad judía mundial lo recuerda con mayor afecto. Logró el traslado de Londres a Praga de más de 1.500 rollos de la Torá. Los documentos habían sido reunidos por los nazis para el enajenado proyecto de un museo de la raza extinguida y permanecían abandonados en una sinagoga cuando Abramsky hizo aquel viaje, durante el que permaneció aterrorizado creyendo que el KGB lo perseguía.

Hasta los últimos momentos de su vida, Abramsky conservó la memoria de manera óptima. Sabía dónde localizar cada escrito en una casa en la que los libros se apilaban subiendo por las paredes. Anotaba telegráficamente acontecimientos cotidianos de su existencia. Se refugió, cada vez más hasta apagarse, en un hogar blindado de libros que lo protegían de la locura exterior.

Tras su muerte, la familia hubo de afrontar la gestión de un descomunal legado cultural que ha pasado a engrosar el patrimonio de bibliotecas y colecciones de varios países. Para sus herederos queda una selección de los libros más preciados por cada uno y el recuerdo de un hombre que medía 1,55 y arrancaba sus conferencias diciendo: “No soy más que un hombre pequeño, pero sé algo de Historia” y que alguna vez escribió a Isaiah Berlin una nota en tono de lamento: “Nuestra tragedia, la de los intelectuales. Somos fuerzas inútiles en la sociedad: los Lenin, Tito, Mao, Castro triunfan, y a nosotros, pobres liberales, nos dejan a un lado”.

La casa de los veinte mil libros. Sasha Abramsky. Ed. Periférica. Noviembre 2016

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