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El Caballero de París y los mendigos que no existen

Historia sin histeria

Es cierto que el problema de la mendicidad no nació con la Revolución, pero sí es fruto directo de la demagogia y el cinismo de aparentar servir a los pobres

José María López Lledín nació en España en 1899 y emigró a Cuba cuando apenas era un niño. / Gaspar, El Lugareño
Yunior García Aguilera

17 de julio 2025 - 07:21

Madrid/En la memoria colectiva de los cubanos, hay figuras que, sin haber ocupado cargos oficiales, son más recordadas que la mayoría de los ministros. Una de esas figuras es José María López Lledín, mejor conocido como El Caballero de París. Su imagen –con barba profética, melena blanca y una dignidad inquebrantable envuelta en harapos– todavía habita el imaginario habanero. A pesar de haber sido un deambulante, un “loco callejero” para muchos, se convirtió en mito, leyenda urbana y símbolo de la contradicción cubana entre la marginalidad y el respeto popular.

López Lledín nació en España en 1899 y emigró a Cuba cuando apenas era un niño. Se dice que trabajó en hoteles, restaurantes y hasta como recadero en bancos. Pero fue la calle la que finalmente lo acogió. Durante décadas deambuló por La Habana con un verbo florido, saludando con cortesía decimonónica a quienes encontraba, regalando frases filosóficas, improvisando discursos, recogiendo papeles, a veces escribiendo en el aire. Su andar errante lo hizo parte del paisaje urbano, una especie de estatua viva que recorría la ciudad sin ataduras. Murió en 1985, recluido en el Hospital Psiquiátrico de Mazorra.

La historia oficial ha intentado convertirlo en una excentricidad romántica del pasado. Incluso se le ha esculpido en bronce frente al convento de San Francisco de Asís, como si el país tuviera vocación de saldar sus deudas con los marginados solo después de muertos. Pero lo que más molesta no es esa especie de redención simbólica tardía. Lo que irrita es que el mismo sistema que intentó encubrir el problema de la mendicidad encerrando a los deambulantes, ahora se disfrace de “sensibilidad”.

Lo que irrita es que el mismo sistema que intentó encubrir el problema de la mendicidad encerrando a los deambulantes, ahora se disfrace de "sensibilidad"

La ministra de Trabajo y Seguridad Social, Marta Elena Feitó, ha “renunciado”, luego de generar un escándalo tras sus palabras: “no hay personas en situación de calle”, sino personas que se disfrazan de mendigos”. El régimen intentó primero desaparecer los videos de su intervención. Luego, cuando comprendieron que ya era tarde y que la indignación llegaba casi hasta las puertas del Parlamento, entonces decidieron “desaparecerla” a ella. Su frase, digna de un libreto de Ionesco, dejaba al desnudo a una Revolución que juraba ser de los humildes, pero terminó acomodando a una casta que nunca baja las ventanillas de sus autos.

Es cierto que el problema de la mendicidad no nació con la Revolución, como tampoco nació la corrupción, ni el oportunismo, ni la pobreza. Cuba, como cualquier país del mundo, ha tenido siempre sus márgenes. Pero lo que sí es fruto directo del régimen es la demagogia y el cinismo de aparentar servir a los pobres, multiplicándolos. Durante décadas, los “locos” y los mendigos fueron escondidos en instituciones como Mazorra o en centros de “rehabilitación social”. Como también intentaron ocultar a los homosexuales, los creyentes o los ideológicamente confundidos. La ciudad tenía que verse limpia, disfrazada solo de obreros y milicianos.

El Caballero de París, con toda su elegancia y su delirio, representa algo incómodo para el poder: la dignidad de los márgenes

Hoy, el deterioro económico, la inflación galopante y la pérdida de sentido en un país sin futuro visible han aumentado notablemente el número de personas sin techo. Basta salir a caminar por Centro Habana, Matanzas, Santa Clara o Santiago para verlo. Y sin embargo, el discurso oficial insiste en el espejismo de que “nadie será dejado atrás”. Se culpa a las redes, a la contrarrevolución o al imperialismo por la imagen real del país, mientras se produce una narrativa paralela donde los cubanos solo pasan trabajo “en las películas”.

El Caballero de París, con toda su elegancia y su delirio, representa algo incómodo para el poder: la dignidad de los márgenes, la inteligencia sin título, la locura que dice verdades. Su figura, idealizada por algunos, nos recuerda que los problemas sociales no se resuelven con bronce ni con negación ni con discursos falsamente empáticos, sino con políticas concretas.

Hoy no tenemos un Caballero de París, pero tenemos miles de cubanos durmiendo en cartones, escapando del hambre, esquivando a la Policía, inventando para sobrevivir. Mientras tanto, la estatua frente a San Francisco de Asís parece preguntarse, en silencio, por qué los que vienen a rendirle homenaje hoy no quieren mirar a los que siguen, como él, vagando por las calles de una Cuba desmemoriada.

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