De escaramuza en escaramuza, el castrismo ha probado su fracaso
Columna
Lo que la propaganda castrista ha llamado “asalto al cuartel Moncada” no pasó de ser una escaramuza militar palurda que provocó una oleada represiva
San Salvador/Este 26 de julio se cumplirán 72 años de una refriega mal diseñada y pésimamente ejecutada que la propaganda castrista ha llamado “asalto al cuartel Moncada”, pero que, analizada con objetividad, no pasó de ser una escaramuza militar palurda que provocó una oleada represiva por parte del régimen cubano de entonces. Por supuesto, en su afán de mitificar las cosas más insignificantes, la mitología oficialista ha visto siempre en aquella intentona de 1953 el inicio de la revolución que llevó al derrocamiento de Fulgencio Batista.
Cuando en 2008, casi medio siglo después de haberlo tomado, Fidel Castro soltó por fin el poder formal, delegándolo en su hermano Raúl, el líder de la Revolución cubana era el tercer jefe de Estado más longevo del mundo, únicamente superado por el noveno Rama de Tailandia, el rey Bhumibol (fallecido, por cierto, el mismo año que Castro, en 2016), y por la reina Isabel II de Inglaterra. Era muy llamativo que solo dos gobernantes, ambos monarcas, llegaran a acumular más edad que Fidel a la cabeza de sus respectivos países. Por supuesto, para no ser menos en cuestiones dinásticas, el castrismo también se cuidó de que su poder insular adquiriera ribetes de herencia familiar.
El verdadero “legado” de Fidel Castro está a la vista, al alcance de todo el que quiera verlo
Pero el verdadero “legado” de Fidel Castro está a la vista, al alcance de todo el que quiera verlo. Cuba es una redundancia del aislamiento, tanto en lo político como en lo económico. Sus habitantes sufren intromisiones estatales intolerables desde la más tierna infancia. La libertad de expresión está cercenada a límites demenciales. La justicia tiene una aplicabilidad selectiva y las cárceles rebozan de opositores, mientras en las calles se suda por la sobrevivencia diaria. Existen elecciones para que el partido único se entretenga en mover piezas, pero en la cima de la montaña nada cambia, como nada cambia tampoco en la llanura.
En una entrevista concedida poco después del colapso soviético (y que puede verse en internet), Fidel defiende el “período especial” en estos términos: “En las realidades actuales del mundo, nosotros no podemos hablar de la construcción del socialismo en condiciones ideales. Pero todas las conquistas sociales alcanzadas por el socialismo en nuestro país, las defenderemos. Hemos tenido que hacer una apertura económica porque nosotros perdimos capital, mercado, tecnología… Y ahora necesitamos mercado, capital y tecnología para poder desarrollar nuestro país”.
Esta sorprendente declaración la dio Fidel muchísimo antes de que aceptara, en un lapsus, que el sistema implantado por él no funcionaba “ni para nosotros” (refiriéndose a Cuba). Como queda patente, ya a principios de la década de 1990 se había visto obligado a reconocer que la provisión de mercado, dinero y tecnología que necesitaba su país lo había ido a buscar a través de una “apertura económica”. La confesión posee tales rasgos freudianos, que el propio Castro no advirtió su derrota implícita. Muchos de sus seguidores, de hecho, siguen sin advertirlo, porque extractos de esta entrevista pueden verse en documentales que alaban al líder de la revolución “más humana de Latinoamérica”. Si el discurso de independencia de cualquier potencia extranjera –que fue real solo hasta la caída del bloque socialista– es verdadero, lo ha sido al precio de las libertades individuales de los cubanos. Y eso es pavoroso.
Lo que para los simpatizantes y corifeos de Fidel es un logro, para cualquier estudioso de la democracia es una vergüenza
Ningún político debería sobrevivir, incrustado en el poder, a nueve presidentes de Estados Unidos. Lo que para los simpatizantes y corifeos de Fidel es un logro, para cualquier estudioso de la democracia es una vergüenza. Ningún ser humano debería sentirse orgulloso de ser el “padre” de un proceso revolucionario infinito y empobrecedor.
Desgraciadamente, Castro y Cuba se convirtieron en símbolos de una época. De una época tumultuosa, por cierto, hambrienta de esa clase de iconografía rebelde, vigorosa y soñadora, surcada por alzamientos triunfantes y utopías igualitarias. El castrismo personificó, por muchas razones, ese caudillismo redentor al que todos los agraviados del planeta podían acercarse para beber de sus aguas. Eran tiempos de ilusión que reclamaban discursos delirantes y una infatigable obnubilación ideológica. Y Fidel ofreció eso en cantidades industriales.
El modelo cubano execró la propiedad privada e implantó la semilla infértil de la subordinación al Estado. Desafió por décadas las teorías económicas del libre mercado, con calamitosas consecuencias para su pueblo. En paralelo, instauró un sistema educativo destinado a alfabetizar tanto la mente como la conciencia, y una verborrea histriónica concentrada en exaltar la dignidad de un régimen “heroicamente” enfrentado a los más grandes poderes de la tierra. Ninguna utilería faltó en la escenificación de un mito que solo la historia sabrá poner en su justo lugar.
La nueva conmemoración de la escaramuza del Moncada debería servir para invitar a una reflexión profunda sobre los estragos que producen tanto el ilusionismo teórico como el mesianismo político. Si algo prueba el fracaso del castrismo es que no existen alternativas a la libertad de los pueblos y a la dignidad de las personas.