Muñoz Molina, un disidente
Antonio Muñoz Molina es un disidente, del corte, si fuera francés, de Albert Camus; si mexicano, de Carlos Fuentes y, si cubano, de Guillermo Cabrera Infante... Su independencia de pensamiento no la negocia con poder alguno. De ahí la simpatía que despierta en los demócratas cubanos por su identificación con los derechos del individuo y su respeto –hombre rebelde– a la libertad de expresión.
En uno de sus últimos artículos en el diario El País, antes de una perspicaz reseña sobre un libro estremecedor (Karl Schlögel. Terror y utopía: Moscú en 1937, Trad. José Aníbal Campos, Acantilado, Barcelona, 2014), el talentoso novelista reflexiona sobre la política en su patria, a propósito de un recorrido por el Bilbao de hoy.
Algunas de sus señales parecen referirse a Cuba, a nosotros: "Es raro hablar afirmativamente de algo en España, quizá porque la toxicidad de la atmósfera política lo impregna casi todo, y la política se hace en nuestro país sobre todo a base de furiosas negaciones, cuya finalidad parece más irritar al contrario que comprender la realidad y buscar maneras racionales y no delirantes de mejorarla".
Al revisar los principales artículos relacionados con los acuerdos entre Obama y los Castro, anunciados el pasado 17 de diciembre, dentro de las diversas opiniones se observa –precisamente– ese afán de irritación, delirante, casi siempre basado en furiosas negaciones. Si en una sociedad democrática como la española –con sus asquerosos problemas de corrupción y nepotismo— se trata de un diálogo tan ríspido como destructivo, en la cubana se añade el pantano inmovilista con aderezo ibérico y pensamiento fascista, franquista, con gotas soviéticas.
Cualquier cubano piensa inevitablemente en el Gobierno que padecemos –y en la herencia hispana–, al leer el siguiente comentario del avezado intelectual de Jaén: "Observar la realidad con sentido común y con las herramientas adecuadas para evaluarla —más números y menos palabras, quizá— parecería la condición mínima para formar opiniones personales y tomar decisiones políticas; además, cuánto más información objetiva se maneje, más fácil será ponerse de acuerdo en lo evidente y reducir a sus términos adecuados y beneficiosos el espacio para la discordancia. Como decía el senador demócrata Daniel Patrick Moynihan, las personas tienen pleno derecho a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos. Y cuanto menos se consideren y se evalúen los hechos, con rigor contrastado, más prevalecerán los exabruptos, la incompetencia práctica en el ejercicio del poder, los desatinos colectivos".
Desde luego, ese "espacio para la discordancia" todavía es un conflicto muy peligroso en Cuba –preguntar ahora mismo, enero de 2015, a Tania Bruguera, por ejemplo–. Porque el acuerdo de distensión entre Obama y los Castro no contempla abrir zonas plurales en los medios –mucho menos en los espacios públicos– para exponer hechos que contradigan al régimen.
El acuerdo Obama-Castro no contempla la creación de espacios para exponer hechos u opiniones que contradigan al régimen
Tampoco opiniones diferentes a las oficiales en asuntos de verdadera importancia: la ineptitud de los cuadros dirigentes, que en algunos sectores casi llega a ser peor que en Venezuela; la obsolescencia del modelo económico centralista, donde el Estado es el más pragmático, desalmado capitalista; la necesidad de una nueva Constitución, pluralista, donde los exiliados no solo tengamos derecho a mandar remesas e ir a gastar mientras se padece –hasta en las fiestas de fin de año– la cultura de la queja y la culpa ajena.
Tras una invitación a leer Terror y utopía de Karl Schlögel, investigación escalofriante y erudita de las purgas de Stalin, de sus persecuciones y carnicerías, el novelista de El jinete polaco y La noche de los tiempos cuenta lo que considera "el caso más extremo que conozco de negación política de la realidad. A principios de enero de 1937 se emprendió la tarea inmensa de completar el censo de toda la Unión Soviética. Durante meses, los dirigentes del Partido Comunista y los medios oficiales —todos— habían anticipado un aumento de población que desbordaría a los países capitalistas, minados por la decadencia, y mostraría el progreso de bienestar y riqueza logrado al cabo de 20 años de revolución. Pero cuando llegaron los resultados, el censo se declaró secreto y los demógrafos y estadísticos responsables de su organización fueron fusilados de inmediato o murieron en el cautiverio de los campos. La razón se supo muchos años después, cuando el censo escondido y nunca usado se rescató de los archivos, en los años noventa. Resultó que la población real no había crecido hasta los 172 millones como tan triunfalmente se había anunciado, sino que se había reducido enormemente, por culpa de la guerra civil, de las hambrunas desatadas por la colectivización forzosa de la agricultura, de la mortalidad infantil, de las matanzas políticas, de las condiciones atroces de vida en los campos de prisioneros en los que se reinventó el trabajo esclavo para completar a pico y pala colosales obras públicas que en muchos casos no sirvieron de nada. Tan solo en 1933 habían muerto seis millones de personas por encima de la media estadística de defunciones".
Por supuesto, los cubanos de inmediato pensamos en cuánta información a partir de 1959 aún permanece sellada, desde los archivos secretos de la Inteligencia y la Contrainteligencia, con sus listas de delatores y sus cadenas montañosas de informes; hasta tratados y correspondencias con los más insospechados dictadores del planeta, como acaba de destaparse con la junta militar argentina.
Lo mismo que muchos cubanos desconocen que los Castro tienen un coto de caza al suroeste de La Habana, o que Fidel Castro posee una isla paradisíaca cerca de la Ciénaga de Zapata –privilegios impensables para los millonarios cubanos—, cabe la certeza de que cuando se destapen los archivos aparecerán hechos y cifras capaces de alterar al Dalai Lama, de sonrojar a Miley Cyrus.
Cuánta información a partir de 1959 aún permanece sellada, desde los archivos secretos de la Inteligencia y la Contrainteligencia, con sus listas de delatores
El artículo concluye con ideas a la medida cubana: "Nada mejor que los eslóganes y los sambenitos para desacreditar las facetas inconvenientes de la realidad". ¿Haría falta una analogía con Granma o con la Mesa Redonda de la televisión?
El autor de La verdad de la ficción añade: "Soy consciente de que todavía hoy, en España, habrá personas que me llamen reaccionario o incluso fascista —los adjetivos son gratis— por citar esos hechos, esas cifras ofensivas. Me acuerdo del dictamen de Orwell sobre el esfuerzo constante que es necesario para ver lo que está delante de los ojos. No es casual que las ideas liberales y democráticas surjan al mismo tiempo y más o menos en los mismos lugares que el empirismo científico. No hay ciudadanía sin racionalidad. La vida del mayor número posible de personas puede mejorarse duraderamente con políticas a la vez imaginativas y sensatas que fortalezcan lo público al mismo tiempo que respeten y protejan el albedrío individual, las iniciativas comunales de los ciudadanos".
Mientras busco sin éxito algún escritor relevante –en cualquier lengua y tras la muerte de García Márquez– que aún hable con simpatía de la "revolución cubana", me pregunto: ¿consideraría Muñoz Molina que apenas son "daños colaterales" las represiones contra disidentes en Cuba tras el acuerdo Obama-Castro? ¿Se atreverían a invitarlo a una asamblea de escritores en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba? ¿Acaso no es un bofetón a la dictadura las menciones a la imaginación y la sensatez? ¿Albedrío individual en la Cuba actual?