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Las mil y una historias de Tarará

Una casa abandonada en el reparto de Tarará. (14ymedio)
Luz Escobar

17 de septiembre 2016 - 13:59

La Habana/"Aquella era mi casa", señala Elena, una cubanoamericana que esta semana regresó a la Isla y visitó el sitió donde vivió su infancia. En Tarará dio sus primeros pasos, pero el lugar apenas se parece al reparto residencial que guarda en sus recuerdos. En cinco décadas ha pasado de ser una barriada de gente rica a una escuela formadora de maestros, un campamento de pioneros, un sanatorio para niños afectados por la radiactividad y una villa para turistas.

En el poblado, ubicado al Este de La Habana en una hermosa zona costera, se radicó la crema y nata de la burguesía habanera a mediados del siglo pasado. Ninguno de los residentes en las 525 casas de este pequeño paraíso pudo imaginar que poco tiempo después de estrenar sus viviendas solo 17 familias se mantendrían en el lugar y el resto emigraría o perdería su propiedad tras la llegada de Fidel Castro al poder.

"Mi padre compró la parcela con mucha ilusión, siempre decía que aquí viviría sus últimos años", recuerda ahora Elena. Camina alrededor de la casa, que ya ha perdido toda la madera de las puertas y ventanas. Las malas hierbas han tomado la zona de la terraza, y en el suelo del salón principal hay evidencias de los muchos murciélagos que duermen en el sitio cada noche.

Un hombre barre la calle y le pregunta a la recién llegada si ya pasó "por la garita de entrada", un control donde los visitantes deben pagar para acceder a Tarará. Por cinco pesos convertibles, Elena ha regresado al lugar de sus nostalgias, con un "almuerzo incluido" en una solitaria cafetería al borde del mar.

En el poblado, ubicado al Este de La Habana en una hermosa zona costera, se radicó la crema y nata de la burguesía habanera a mediados del siglo pasado

Hacia allá se encamina, no sin antes persignarse ante la solitaria iglesia dedicada a Santa Elena, a la que le han devuelto hace pocos años la cruz exterior que fue retirada durante las décadas en que el ateísmo más furibundo se adueñó del lugar. "Aquí bautizaron a mi hermana más chiquita", recuerda ante la fachada de la capilla.

En la barra del local gastronómico el camarero le cuenta que durante la escuela primaria pasó varias semanas en Tarará. Aunque intercambian historias sobre el mismo pedazo de tierra cubana, parecen referirse a dos polos opuestos. “Me gustaba venir porque daban yogurt en el desayuno y en una de esas casas vi por primera vez una bañadera”, explica el hombre, quien ya supera los 40 años.

Sus memorias corresponden a los días en que la otrora glamorosa villa había sido convertida en la Ciudad de los Pioneros José Martí. El campamento recibía a miles de niños en edad escolar cada curso. "Eran como unas vacaciones, pero en las que había que ir a la escuela", explica el hombre.

El subsidio soviético apuntalaba el enorme complejo que exhibía un centro cultural, siete comedores, cinco bloques docentes, un hospital, un parque de diversiones y hasta un atractivo teleférico que cruzaba entre dos colinas sobre el río Tarará y que hoy es un amasijo de hierros oxidados.

Elena, por su parte, evoca los árboles frutales del patio de su casa, la cancha de squash, y el campo de softball que se llenaba de familias los fines de semana. Sin embargo, sus más gratas remembranzas se centran en el autocine que quedaba a la entrada del pueblo, actualmente convertido en un parqueo. Entre sus memorias y las del camarero hay 30 años de diferencia y una revolución social.

"Ahora solo pueden entrar los que tienen reservación en las pocas casas que alquilan a turistas en este barrio", explica el empleado. Son las familias de los que se resistieron a marcharse a pesar de todas las presiones que recibieron. “De la noche a la mañana llenaron el pueblo de jóvenes que llegaron del campo a estudiar corte y costura”, explica.

Los pocos vecinos que no se marcharon "pasaron las de Caín", cuenta el barrendero. "Tenían que recorrer kilómetros para encontrar una bodega, y todos los alrededores de las casas se los llenaron de áreas bailables y puntos de control", recuerda.

Hace pocos años, la corporación turística Cubanacán rehabilitó 274 casas, y Cubalse otras 223. Sin embargo, el proyectado polo turístico no logra despegar. "Este lugar perdió el alma", comenta el hombre mientras barre las hojas de una yagruma que han caído sobre la acera. La tarja que señala el embarcadero donde Ernest Hemingway atracaba su yate apenas puede encontrarse en medio de la maleza.

Los sucesivos “programas de la Revolución” que colmaron el reparto se han ido terminado y ahora solo queda una urbanización de innumerables casas abandonadas y otras donde unos pocos turistas toman el sol en la terraza

En los años noventa, Tarará fue el epicentro de un programa auspiciado por el Ministerio de Salud Pública que atendía a niños afectados por el accidente nuclear de Chernóbil. Llegaron de Moldavia, Bielorrusia y Ucrania poco tiempo después de que la crisis económica pusiera punto final al campamento de pioneros.

La prensa oficial explicó en ese momento que los niños cubanos habían donado su "palacio" a los afectados por la tragedia, pero nadie recuerda una sola reunión en un centro docente en que se advirtiera de la transformación que experimentaría la hermosa villa.

A principios de este siglo pasaron por Tarará 32.048 pacientes de América Central, Sudamérica y el Caribe en el marco de la Operación Milagro, financiada con el petróleo venezolano. Venían a tratarse de distintas enfermedades oftalmológicas, como la catarata y la retinosis pigmentaria. Encontraron un remanso de paz en el lugar, donde solo podía entrar el personal cubano que laboraba con los pacientes y los pocos vecinos que quedaban.

Hace una década llegaron también más de 3.000 estudiantes chinos para estudiar la lengua española y se consolidó en el reparto una escuela de policía, cuyas aulas se utilizan frecuentemente para retener a las Damas de Blanco cuando son arrestadas los domingos tras salir de misa en la iglesia de Santa Rita, al otro lado de la ciudad.

"Esto parece un pueblo fantasma", dice en voz alta Elena mientras camina por sus calles. Los sucesivos "programas de la Revolución" que colmaron el reparto se han ido terminado y ahora solo queda una urbanización de innumerables casas abandonadas y otras donde unos pocos turistas toman el sol en la terraza. La playa donde la cubanoamericana encontró sus primeros caracoles sigue allí, asegura, "tan linda como siempre".

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