En Flor de Itabo "no hay vida", solo resignación para sus 800 habitantes
Mayabeque
"A la bodega no viene nada. Estamos viviendo de las mipymes, de los perritos que valen 450 pesos"
La Habana/“Esto está malo completo. No hay vida. No le veo perspectiva”. Con esas tres frases, dichas con total desolación, resume Pedro la situación de Flor de Itabo, un batey remoto de Madruga, en la provincia de Mayabeque, donde reside hace más de 12 años. La vida allí siempre ha tenido altibajos, pero a la situación que viven sus habitantes en los últimos meses no se atreve a ponerle nombre.
La localidad, consistente en una veintena de edificios de cuatro plantas en los que viven casi 800 personas, fue fundada en 1972. Hay también una bodega, una primaria y un círculo infantil con unos 40 niños, un consultorio y una farmacia. Flor de Itabo está rodeado de antiguas vaquerías. Mayabeque es una provincia ganadera y ha vivido siempre de la leche y la carne, recuerda Pedro. Ahora, todo está “prácticamente vacío”.
Con una reciente inversión, explica, a las fincas llegaron unas cuantas “vacas importadas”. Pero esto no ha contribuido a mejorar las condiciones de vida en el pueblo.
La alimentación, pone de ejemplo Pedro, está peor que nunca. “A la bodega no viene nada, se está esperando el arroz y no llega. Estamos viviendo de las mipymes, de los perritos que valen 450 pesos, de un pollito caro…”. El pan, señala, también “brilla por su ausencia”. “No sabemos cuál es la causa. Hace una pila de días que no viene”.
Las mipymes son un universo aparte, prosigue el guajiro, que aclara que aunque en ellas sí es posible conseguir pan y algunos otros alimentos, los precios no siempre pueden pagarse. “Con su pan estamos resolviendo, a 350 pesos la jabita, y tenemos que comer porque si no, nos morimos”.
Otros tantos problemas asolan a los habitantes de Flor de Itabo, que hace unos tres meses que no tienen servicio de agua corriente porque la turbina está rota. “No han dicho nada, no hay solución a nada”. Cuando aparece una pipa, muchos aprovechan para cargar cubetas y tanques que luego revenden. “Yo vivo en un tercer piso y compro mi poquito de agua para no morirme de hambre”, cuenta. Un tanque grande lleno, por ejemplo, cuesta 1.000 pesos; pero las cubetas valen menos, añade.
“Hay gente pobre, y hay gente que tiene el presupuesto y da los 1.000, pero yo doy hasta donde la sábana me dé, y así vamos tirando poco a poco. No podemos hacer otra cosa”. Lo mismo hace con el carbón. “Cuando se va la corriente tengo que ir y comprar un saco, que vale 1.000 pesos más. No hay vida”, dice resignado.
Pedro no tiene esperanzas de que, a corto plazo, las cosas en el pueblo mejoren. “¿A quién nos quejamos? A nadie ¿Dónde? No tenemos más opción que ir a esas mipymes caras. El dinero no cae del cielo. Muchos están bien, porque tienen su negocito, pero otros no lo podemos comprar. Nunca es pareja la cosa”, lamenta.
En el pueblo pocos están dispuestos a emitir su opinión ante las preguntas de este diario. “Por decir la verdad, caes mal. Entonces uno se queda callado, porque puedes ir preso. Aquí estamos súper mal”, pero, alega Pedro, con el tiempo se han acostumbrado al abandono. “Yo no, yo tengo 65 años, da igual si mañana mismo me muero, pero queda pueblo todavía”.
Los niños del pueblo son una de las preocupaciones de Pedro, que asegura que en la escuela faltan profesores para dar clases a los escasos muchachos. Tercer y cuarto grado, señala, dan clases juntos, como si fueran del mismo curso. Y el parque, “acaballado” como lo describe con tedio, tampoco les sirve para jugar en los ratos libres. Para el recreo, solo tienen un trozo de terreno rojizo, con canchas improvisadas con palos, que hace las veces de campo de fútbol.
Los apagones son un asunto que Pedro prefiere no tocar. Aunque le siguen dando dolores de cabeza, son una realidad que ya está sedimentada en la rutina. “Nos metemos hasta 20 horas sin corriente. Ya yo no cojo lucha con eso, ya ese tema a mí no me interesa”.
Sentado debajo de una palma, aprovechando el fresco de la sombra, Pedro mira de lejos a varios niños saltar con entusiasmo encima de un trampolín. Debajo, el dueño de ese y otros juegos infantiles –que aguardan destartalados la atención de un niño– descansa acostado sobre un saco.
La calma es casi absoluta, interrumpida por alguna que otra risa de los muchachos, y se contagia también a los animales: una vaca pasta, impasible, y un perro descansa debajo de un viejo tractor. En Flor de Itabo es poco lo que florece, y sus pobladores, acostumbrados a los problemas cotidianos, no son una excepción. Mientras tanto, dice Pedro, "inventamos y seguimos luchando, no podemos hacer otra cosa".