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'El Kremlin de azúcar', lección de anatomía sobre la Rusia de Putin

Reseña

En el libro de Vladímir Sorokin, editado en España por Acantilado, hay expresiones contra el poder que hermanan a los rusos y los cubanos

Conjunto escultórico soviético dedicado a Stalin en el metro de Moscú. / EFE
Xavier Carbonell

28 de septiembre 2025 - 08:30

Salamanca/Poca gente en Cuba recordará a Mijaíl Bajtín, el crítico literario ruso que tanto se parece a Rasputín en las fotos. Bajtín es famoso por sus estudios sobre el carnaval en la Edad Media y por haber descuartizado un manuscrito suyo, durante la ofensiva nazi a su país, para liar cigarros. “Bajtín es Dios”, clamaba uno de mis profesores, al explicar que su concepto clave, el dialogismo, era mal mirado por los soviéticos. Siniestros, bizcos, sus censores tampoco aprobaban sus ensayos sobre la risa y el relajo como armas contra el poder.

A Bajtín no lo leo desde hace al menos diez años, cuando era estudiante. Pero aprendí tanto de las malas traducciones cubanas de sus libros que al terminar El Kremlin de azúcar, de Vladímir Sorokin, sufrí una aparición fantasmagórica del gran crítico. Tres épocas hicieron clic en mi mente: la Edad Media, la Rusia soviética y el imperio de Putin. La misma operación tiene que haberse producido en la mente de Sorokin, porque el universo de sus cuentos –como los mundos analizados por Bajtín–, es al mismo tiempo feudal, totalitario y distópico.

Sorokin nació en 1955, es un rompedor y también un clásico. Feroz crítico de Putin, sus ficciones son deudoras de la ideología perturbada del Gran Líder. La conversación aparentemente jocosa de Xi y Putin sobre la longevidad –o la inmortalidad– demuestra cuán desquiciados están ambos dictadores y cómo viven sumergidos en la ciencia ficción.

Sorokin se negó a entrar en la juventud comunista y por eso se le impidió una y otra vez publicar sus cuentos

Sorokin se negó a entrar en la juventud comunista y por eso se le impidió una y otra vez publicar sus cuentos. Hizo lo que cualquier escritor censurado haría: publicar su obra en el extranjero. Una década después de la caída de la Unión Soviética, los grupos radicales afines a Putin se convirtieron en sus nuevos enemigos. Sorokin los retrata como nadie: pacatos, patrioteros, violentos, leales hasta el fanatismo.

Bajtín diría que ante la seriedad cuaresmal de Putin solo se puede oponer la burla. El Kremlin de azúcar (Acantilado, traducción de Jorge Ferrer) es, en ese sentido, casi un manual de experimentos bajtinianos. En estos 15 relatos, la Rusia totalitaria de un hipotético 2028 no es un país remoto sino inminente.

A medida que avanzan las historias, el lector va comprendiendo la maquinaria del sistema. Rusia ha pasado ya por la Disensión Roja, la Disensión Blanca y la Disensión Gris, tres acontecimientos históricos que han llevado al Renacimiento del Rus. Y el hombre que impone el orden después de que los “asquerosos enemigos internos” y los “malditos ciberpunks” externos fueran vencidos es el Soberano, Vasili Nikoláievich.

El tal Vasili, trasunto de Vladímir Putin, se asoma a su balcón en la Plaza Roja durante la Navidad de 2028 para gritar “¡Felices seáis, niños de Rusia!”. Al instante, caen del cielo miles de globos rojos que llevan una cajita amarrada, y dentro de la cajita una exquisita miniatura del Kremlin hecha de azúcar, “con sus torres, sus catedrales y el campanario de Iván el Grande”.

El Kremlin que cae con inocencia en las manos de una niña, Marfusha, en el primer cuento, será el motivo de todo el libro. Los mendigos devoran las torrecitas del edificio, los enanos se zampan sus águilas bicéfalas, los torturadores endulzan con él su café, los yonkis lo mezclan con su droga, los pobres lo guardan como cosa buena, hasta que se derrite o se pierde en la azucarera.

La figura pasa de mano en mano, pero no alivia la amargura de un mundo por el que pululan los robots y los dispositivos de la Seguridad del Estado

La figura pasa de mano en mano, pero no alivia la amargura de un mundo por el que pululan los robots y los dispositivos de la Seguridad del Estado, pero también los inquisidores medievales, que usan un atizador como herramienta para sus interrogatorios. El hijo del Soberano –dicen los chismosos– se inició en la sodomía con un embajador subversivo, y su esposa sueña con cañones lisérgicos, sobre los cuales cabalga en ausencia del marido.

Todos ríen, todos se burlan, todos hablan un doble idioma –el oficial y el sincero–, todos viven en la tristeza más estremecedora, que a veces es moral, como la de los intelectuales censurados, y a veces sólida, como la del enano cómico de la corte o la de Kubasov, cuyo último parlamento define al régimen: “Nunca traspases los límites eternos”. Traspasar es el grito de guerra de cualquier lector de Bajtín.  

El Kremlin de azúcar es buena lectura para quien sabe lo que es vivir bajo el totalitarismo. Hay expresiones y estrategias contra el poder que hermanan a los rusos y los cubanos. No hay que olvidar que Díaz-Canel entra en el clan futurista de Putin, aunque sea en cuarta o quinta fila. Él también es un personaje de Sorokin y quiere, como Marfusha, su trocito de Kremlin.

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