Y por fin, ¿qué pasó con Nepal?
Nepal
Ningún régimen, ni siquiera el más impopular, se derrumba solo por el descontento
Madrid/“¡Cayó el comunismo en Nepal!”, continúan repitiendo algunos cubanos, como si cada sacudida en cualquier parte del mundo fuera el prólogo de nuestra propia redención. Pero lo que ha ocurrido en ese país sin salida al mar no es un capítulo cerrado, y todavía no sabemos si el agujero provocado por las protestas abrirá grietas más profundas o si, como tantos otros, será tapado con maquillaje. Por el momento –odio dar malas noticias–, el comunismo sigue en el poder.
En Nepal ya no suenan las sirenas de las protestas, pero tampoco se escucha la música de la victoria. La renuncia de K. P. Sharma Oli, figura fuerte del Partido Comunista (Unified Marxist–Leninist), marcó un punto de inflexión, pero no el fin de una era. A pocos días de su salida, la política nepalesa permanece en un limbo y busca reacomodarse sin romperse.
Aquí es donde conviene detener la euforia importada. Nepal no se ha convertido en una democracia liberal plena, ni ha dejado atrás la pesada herencia de su historia política reciente. El Parlamento ha nombrado un Gobierno interino compuesto por una coalición frágil, dominada por figuras que no participaron en las revueltas y que, en más de un caso, son parte de la misma maquinaria política que ahora se finge renovada.
La nueva primera ministra interina, Sushila Karki, llegó al cargo como símbolo de cambio y, al mismo tiempo, como instrumento de contención. Es la primera mujer en liderar el Ejecutivo de Nepal, pero su mandato se limita a organizar las elecciones previstas para marzo de 2026 y mantener una calma precaria. Detrás de su figura siguen presentes los viejos políticos, los aparatos burocráticos y las redes clientelares que han moldeado la política nacional durante décadas.
El grupo estudiantil Hami Nepali se ha vuelto un emblema de esa nueva política horizontal
La comunidad internacional también ha perdido el interés. Los grandes medios, distraídos con otras tormentas, dejaron de cubrir Nepal apenas se apagaron los incendios. No hay titulares diarios ni enviados especiales. Y cuando un país desaparece de las portadas, las élites locales respiran con alivio.
La generación Z, que encendió la mecha, no tiene un líder visible. Su fuerza radica en la dispersión, en su capacidad para organizarse a través de plataformas digitales, en convertir la indignación colectiva en movilización callejera. El grupo estudiantil Hami Nepali se ha vuelto un emblema de esa nueva política, horizontal y desconfiada de las estructuras tradicionales.
Tampoco hay listas públicas de opositores encarcelados, como en otros regímenes autoritarios. Pero sí existe un clima de represión selectiva y vigilancia que recuerda que el poder no ha renunciado a sus reflejos de control. Algunos activistas han denunciado acosos judiciales, detenciones temporales y una vigilancia digital intensificada. La censura no desapareció por completo, solo se alivió lo suficiente como para calmar a la multitud.
Cuando un país desaparece de las portadas, las élites locales respiran con alivio
En Cuba muchos aplaudimos el colapso del primer ministro nepalí como si fuera la escena final de una película sobre dictaduras en serie. Pero Nepal no es una metáfora perfecta. Se trata de un país atrapado entre India y China, donde las fuerzas comunistas, maoístas y socialistas se entrelazaron durante décadas con nacionalismos, clientelismo y luchas étnicas. Su “comunismo” no era una copia al carbón de otros modelos, aunque compartían obsesiones comunes, como el control de la información, el miedo al disenso y la tentación de eternizarse en el poder.
Y aquí llega la parte incómoda: ningún régimen, ni siquiera el más impopular, se derrumba solo por el descontento. La calle es poderosa, sí, pero sin estructuras políticas claras y sin liderazgos capaces de transformar la furia en instituciones, los cambios tienden a ser secuestrados por los mismos viejos actores. Y Nepal corre ese riesgo. Ya se escuchan rumores de pactos de gobernabilidad entre partidos tradicionales y acuerdos que buscan “estabilidad” a cambio de mantener intactas las lógicas que provocaron la crisis.
Para los cubanos, observar este proceso con madurez política sería más útil que celebrar victorias ajenas como si fueran propias. Porque el verdadero desafío no es derribar símbolos, sino evitar que otros, con igual o peor disfraz, ocupen el trono vacío. Nepal no se liberó, solo estalló. Y de las ruinas de una explosión no siempre surge una república luminosa. Los que soñamos con construir en Cuba un verdadero cambio democrático no deberíamos apartar la vista de lo que continúa ocurriendo en Nepal… y tomar nota.